Existe una especie de arrogancia implícita en el acto de adaptar a Bram Stoker en pleno 2025, una soberbia que roza la temeridad y que, inevitablemente, atrae a los cineastas con complejo de Ícaro. El vampiro no es solo un monstruo; es el icono más explotado, manoseado y recauchutado de la historia del celuloide, una figura que ha pasado de encarnar el miedo a la enfermedad y la invasión extranjera a convertirse en el póster de dormitorio de adolescentes góticos y, finalmente, en una franquicia de cereales. Cuando Luc Besson, el eterno enfant terrible del cine francés —capaz de tocar el cielo con «El quinto elemento» y de estrellarse estrepitosamente con «Valerian»— anunció que se atrevería con el Conde, muchos arqueamos la ceja con una mezcla de escepticismo y morbo. Pero cuando añadió el subtítulo A Love Tale, la ceja amenazó con salir de la frente y cobrar vida propia. ¿Necesitábamos realmente otra vuelta de tuerca al «amor eterno» que Coppola ya cimentó (y, seamos honestos, agotó) en 1992?
La respuesta corta es un rotundo no. La respuesta larga es esta película: un delirio visual que drena el horror para inyectar un melodrama operístico, tan fascinante por sus excesos como frustrante por sus carencias, y que confirma que Besson sigue siendo ese director incapaz de distinguir entre lo sublime y lo ridículo. Besson nunca ha sido un director de sutilezas, ni falta que le hace. Su cine es un grito, un estallido de color y ruido que busca el impacto retiniano por encima de la coherencia narrativa, una filosofía que aquí lleva hasta sus últimas consecuencias. En Dracula: A Love Tale, el cineasta francés aplica su filtro de «más es más» a la leyenda transilvana, entregándonos una obra que parece diseñada por un decorador de interiores barroco bajo los efectos de alucinógenos de diseño.
Desde el prólogo, queda claro que no estamos ante el terror atmosférico de Murnau ni la elegancia teatral de Terence Fisher, sino ante una reinterpretación que busca humanizar al monstruo a través del exceso sentimental. Estamos en territorio Besson: ruidoso, vibrante y descaradamente artificial, donde la lógica interna se sacrifica en el altar del espectáculo. El director ha confesado por activa y por pasiva que no es fan del cine de terror, y se nota; su interés radica puramente en la tragedia romántica, en la idea de un hombre que espera siglos por la reencarnación de su esposa, convirtiendo la maldición del vampirismo en una simple nota al pie de una historia de desamor. Y es aquí donde la película se fractura: al intentar convertir al depredador sexual definitivo en un héroe romántico incomprendido, la cinta camina por una cuerda floja sobre un abismo de cursilería del que no siempre logra salir ilesa.
Sin embargo, si la película no se derrumba bajo el peso de su propia pomposidad y logra mantenernos pegados a la butaca, es gracias a una sola razón, o más bien, a una fuerza de la naturaleza llamada Caleb Landry Jones. Su elección para el papel titular fue recibida con escepticismo, pero el actor tejano ofrece una interpretación tan magnética, frágil y desquiciada que justifica por sí sola el precio de la entrada y el tiempo invertido. Olviden la seducción aristocrática de Lugosi, la bestialidad imponente de Christopher Lee o el dandismo de Oldman. El Drácula de Jones es una criatura patética en el sentido clásico de la palabra, un ser consumido por el dolor y la locura del aislamiento, que se siente más cercano a un rockstar en decadencia que a un señor feudal.
Hay una escena en particular que define su propuesta y que se queda grabada en la retina: en su desesperación infinita, el Conde se arroja repetidamente desde los muros de su castillo, una y otra vez, en un intento inútil de suicidio, solo para sobrevivir debido a su maldición. En manos de otro actor, sería cómico; en las de Jones, es un ballet de autodesprecio y sufrimiento físico que resulta hipnótico y extrañamente conmovedor. Él no interpreta al monstruo; él es la herida abierta de la película, una llaga que supura carisma y desesperación a partes iguales. Su lenguaje corporal, retorcido y espasmódico, comunica más sobre la carga de la inmortalidad que cualquiera de las líneas de diálogo grandilocuentes que el guion le obliga a recitar.
Lamentablemente, el resto del elenco no opera en la misma frecuencia, creando un desequilibrio tonal que lastra el conjunto. Christoph Waltz, a quien se le ha encomendado el papel del sacerdote —una suerte de Van Helsing con sotana y mal genio—, parece estar actuando en piloto automático, tirando de sus tics habituales de villano educado que hemos visto una docena de veces. Si bien siempre es un placer ver a Waltz masticar el escenario con su dicción precisa, aquí su personaje se siente como un cliché andante, una herramienta de exposición moral que existe solo para fruncir el ceño ante la blasfemia del vampiro y soltar frases lapidarias. La dinámica entre el cazador y la presa carece de la tensión eléctrica necesaria; aquí es más un trámite burocrático, un juego del gato y el ratón donde el gato parece aburrido y el ratón está demasiado ocupado llorando por su ex.
Por otro lado, Zoë Bleu, en el doble papel de la esposa muerta y su reencarnación moderna, hace lo que puede con un guion que la reduce a un accesorio narrativo. Se convierte en un objeto de deseo pasivo, un trofeo por el que pelear en lugar de un personaje con agencia propia y motivaciones complejas. La química con Jones es palpable, sí, pero nace más de la intensidad febril de él que de una construcción dramática sólida de la relación, dejándonos con un romance que se siente más declarado que vivido, más impuesto por el guion que orgánico.
Visualmente, la película es un festín indigesto, un banquete donde se sirven manjares exquisitos junto a platos de comida rápida recalentada. El diseño de producción es, como cabía esperar en una producción de Besson, fastuoso, pero a menudo cae en lo kitsch sin pedir disculpas. El vestuario, aunque impresionante en fotografía fija, parece engullir a los actores, limitando sus movimientos hasta el punto de que parecen figuras de acción articuladas torpemente en medio de decorados de ópera. Y luego está el elefante digital en la habitación: el CGI. Ay, el CGI. Besson no puede resistirse a poblar su Transilvania de criaturas digitales, incluyendo unas gárgolas animadas por ordenador que provocan más vergüenza ajena que pavor y que parecen sacadas de una cinemática de PlayStation 3. En un momento donde el cine de género está recuperando la textura de los efectos prácticos —piensen en la visceralidad de La sustancia—, apostar por esta estética de videojuego de mediados de los 2000 se siente anacrónico, perezoso y desconectado de la realidad.
Es el mismo problema que lastró Valerian: una desconexión total entre la tangibilidad de los actores y el entorno de pantalla verde que los rodea, rompiendo la inmersión cada vez que una criatura pixelada cruza el plano. Lo curioso es que, a pesar de sus fallos garrafales y de sus decisiones cuestionables, Dracula: A Love Tale no aburre, y eso ya es un mérito en los tiempos que corren. Tiene un ritmo extraño, casi onírico, que te arrastra a través de los siglos, sumergiéndote en la psique fracturada de su protagonista. Besson acierta al explorar el concepto de la espera, del hastío de la inmortalidad, mostrando cómo el amor se transforma en obsesión tóxica y, finalmente, en pura locura. La película plantea que la verdadera maldición no es la sed de sangre, ni la aversión al sol, sino la memoria, la incapacidad de olvidar. «Es la historia de un hombre que espera», y esa paciencia ponzoñosa es el verdadero motor de la trama, más allá de los mordiscos y las estacas.
Hay destellos de genio, momentos en los que la cámara de Besson captura la belleza gótica de la soledad con una potencia visual que recuerda a sus mejores tiempos, solo para ser interrumpidos cinco minutos después por una secuencia de acción innecesaria o una decisión de montaje que rompe el clímax. En última instancia, esta versión confirma que el mito de Drácula es tan inmortal como su protagonista, capaz de sobrevivir incluso a las interpretaciones más erráticas y a los egos más inflados. Besson ha querido hacer su Drácula «definitivo» eliminando el terror para centrarse en el romance, sin entender que el terror es inherente al romance vampírico; no se pueden separar sin castrar la metáfora y convertir el mito en telenovela.
Lo que nos queda es una ópera pop grandilocuente, un espectáculo de luces y sombras donde Caleb Landry Jones brilla con luz propia mientras todo a su alrededor colapsa en un barroquismo vacío y, a ratos, ridículo. No es la catástrofe absoluta que muchos predecían con los cuchillos afilados, ni la obra maestra incomprendida que Besson cree haber firmado desde su torre de marfil. Es una curiosidad cara, un capricho de autor que se deja ver con una mezcla de fascinación, incredulidad y perplejidad. Si buscáis miedo, buscad en otra parte; si queréis ver a un actor dejándose la piel (y los huesos) en un ejercicio de estilo desbocado, pasad y ved. Al final, tal vez Drácula merezca descansar un tiempo en su ataúd, al menos hasta que alguien recuerde que, antes que un amante despechado, era un monstruo. Quizá la inmortalidad no sea tan hermosa como imaginamos, especialmente cuando te obligan a revivir tus traumas en Dolby Surround cada dos años y con peores efectos especiales.
Por R. Martín.