En los últimos cuatro años, cuatro instituciones han dedicado exposiciones a Juan Muñoz (Madrid, 1953 – Ibiza, 2001). Coincidiendo con el vigésimo aniversario de su fallecimiento, el Museo Patio Herreriano de Valladolid inauguró Tres imágenes o cuatro. Luego, en 2023, se sucedieron dos grandes citas: la primera, Todo lo que veo me sobrevivirá, en la madrileña sala Alcalá 31; la segunda, En la hora violeta —abierta a renglón seguido— pudo verse hasta enero de 2024 en el Centro de Arte Dos de Mayo de Móstoles (CA2M).
Con tales precedentes, cabe preguntarse por qué el Museo del Prado habrá considerado oportuno sumar otra muestra a esta notable nómina, más cuando dos de las anteriores acontecieron a apenas unos metros de distancia: a Alcalá 31 se llega caminando diez minutos y al CA2M en unas pocas paradas de Cercanías. También, cuando buena parte de las obras ahora expuestas en El Prado han podido verse en esos tres precedentes.
Juan Muñoz. Historias de arte, que podrá visitarse hasta marzo, está instalada en las salas C y D del edificio de Jerónimos, en la galería de los Rubens, frente a Las meninas, en las escaleras de la salida de Murillo y en los exteriores de la entrada de Goya. La muestra, comisariada por Vicente Todolí (exdirector de la Tate Modern de Londres) trata de ejemplificar algunos elementos de la gramática de Muñoz y de subrayar la vinculación del artista con el Prado.
Para el primer propósito, las salas de Jerónimos se han convertido en un muestrario de elementos y temas recurrentes del artista, que se ejemplifican con algunas obras emblemáticas. Por ejemplo, el tambor sin baquetas, que Muñoz utilizó como artefacto contradictorio: un instrumento ruidoso y vocinglero que, sin embargo, permanece mudo. Un zócalo de instrumentos de percusión blanqueados —enjaulados tras una malla tupida— nos recibe en la sala C (Muchos tambores, 1994). Al costado, un muñeco de ventrílocuo (Ventrílocuo mirando a un doble interior, 1988-2000) reposa sentadito sobre una peana alargada.
A Muñoz le interesó el ilusionismo y la magia, y utilizó la figura del títere parlante (desprovisto de su intérprete) en multitud de ocasiones. En muchas de sus obras notamos este interés por lo teatral (los personajes desnarigados que hacen equilibrismos [serie Broken noses]) y por la presencia inquietante de artilugios o personajes que, pudiendo activarse, permanecen pasivos. Nos miran sin inmutarse (como los personajes de sus balcones [Sin título, Balcones y suelo óptico, 1992]) o sin que podamos verlos (El Apuntador, 1988). También, por el trampantojo (cortinas pintadas al modo de forillos [La naturaleza de la ilusión visual, 1994-1997] o los suelos ópticos) y los espejos, en los que muchos de sus característicos personajes gustan de mirarse.
Para armar este repositorio de la «sintaxis» de Muñoz, el montaje parcela la sala en una sucesión de cubículos donde ubicar las obras y las explica a través de unas cartelas en las que, en un tono didáctico, se explicitan los significados de cada uno de los elementos. Leyéndolas, a uno se le viene a la cabeza aquella viñeta de Ad Reinhardt en la que un señor con sombrero señala un cuadro arquetípicamente abstracto y, riéndose, se pregunta que qué representa. Segundos después el cuadro cobra vida, pone cara de pocos amigos y señalándolo dedo en ristre, le replica (para espanto de nuestro protagonista): «¿Qué representas tú?».
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La sala D está dedicada a la obra sobre lienzo o papel del artista: escenas domésticas en las que los muebles no terminan de asentarse o fragmentos de cuerpos que recuerdan a trabajos académicos. No tienen demasiado interés. En el centro, instaladas al modo de cruz, se disponen cuatro vitrinas espejadas (la serie Cabinets, 1999) repletas de esculturas de pequeño formato que actúan como variaciones de sí mismas y que aluden a los gabinetes de curiosidades.
Completan la exposición obras que se distribuyen por el resto del museo. En la entrada de Goya, tres gradas de acero corten sirven de asiento a unos homúnculos que, por parejas o tríos, se ríen de uno que está atrapado en mitad de una caída. En la salida de Murillo, un personaje amarillento cuelga del único pie que le queda. Junto a los Rubens, un coro de tentetiesos broncíneos se entretiene en una conversación inaudible por la que los visitantes pueden transitar (Escena de conversación III, 2001). Muñoz exploró insistentemente esta espacialidad abierta en torno a sus esculturas, en la que personajes a veces sonrientes, a veces cariacontecidos, forman corrillos en los que el espectador puede integrarse con más desasosiego que confianza (en la primera sala de Jerónimos hay varios trabajos de esta naturaleza). Frente a Las meninas, la escultura de un enano apoyado sobre una mesa de billar mira la obra de Velázquez.
Es cierto que Juan Muñoz referenció a los grandes maestros del barroco en muchas de sus obras: ahí están los enanos, las expresiones risueñas que recuerdan a los bufones velazqueños, los corros goyescos, las escenas de los Caprichos y los Disparates, su declarado interés por la arquitectura de Borromini, el espejo de Las meninas, los personajes que rompen la cuarta pared y las revisitaciones al Gran teatro del mundo. Con todo, Historias de arte no logra contarnos nada que no hayamos aprendido en las exposiciones que, con tan poco margen, la han precedido. Al menos nueve de las obras fundamentales que encontramos en El Prado pudieron verse en esas otras. También, los esfuerzos por explicar la obra resultan ahora menos concienzudos que en las antedichas (recuerdo con admiración las cartelas de En la hora violeta y les remito al «Prontuario para Juan Muñoz» que Manuel Segade escribió para el catálogo Todo lo que veo me sobrevivirá); encontramos menos delicadeza museográfica que en la celebrada en el CA2M y peor interlocución con la arquitectura del edificio que en la del Patio Herreriano (la pinacoteca no logra resolver la relación entre sus colecciones permanentes y las obras invitadas). Cabría entonces preguntarse, de nuevo, qué justifica esta exposición exposición más allá del, efectivamente, como podíamos hacerla, la hicimos.