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Cada cierto tiempo Hollywood saca una película antisistema. Los malvados son entes poderosos como la CIA, la prensa o las grandes corporaciones, que actúan con egoísmo contra la población o el planeta. Es decir, el mismísimo epicentro de producción de símbolos del sistema, que ha homogeneizado todo Occidente, produce duras críticas a sus propias instituciones. ¿Por qué?

No hace falta buscar mucho para encontrar ejemplos. Steven Spielberg retrata a los agentes del Gobierno en E.T. (Universal Pictures, 1982) como Goya retrató a los soldados franceses en Los fusilamientos del 3 de mayo: una máquina despiadada formada por individuos sin identidad ni humanidad.

El protagonista de The fight club (20th Century Fox, 1999) trabaja para un gran fabricante de coches que valora más el dinero que la gente. Su única emoción es comprarse muebles de IKEA que “le definan como persona”. Pero ¿quién quiere semejante estilo de vida?

En Wall-E (Disney, 2008) hemos dejado la Tierra hecha un desastre. Aun así no nos ha entrado el juicio y ahora somos clasemedianos que vagan despreocupados por el espacio mientras seguimos la última moda del TikTok del futuro.

Una de mis favoritas es The running man (Tri-Star Pictures, 1987), basada en un cuento corto de Stephen King. La justicia ha sido sustituida por un concurso de televisión, una especie de Grand Prix del verano pero con matones en lugar de vaquillas, que hace las delicias de las masas. El personaje que interpreta Arnold Schwarzenegger es acusado de un crimen que no ha cometido, y ahí comienza la historia: ha de conseguir su libertad a puñetazo limpio contra los matones del concurso.

(¡Y qué matones! Uno es Dynamo: un enorme tipo ataviado con calzoncillos Abanderado bajo una armadura transparente de centurión romano, casco con cresta incluido, cubierta de lucecitas parpadeantes, que canta ópera y lanza descargas eléctricas a distancia. Mejor ver.)

El argumento es del tipo “en el interior del laberinto”, que Jordi Balló y Xavier Pérez definen como “un hombre solo enfrentado a una estructura universal, opaca e inmóvil […] en un mundo interconectado donde no hay lugar posible para la huida” (La semilla inmortal, 2006). Siguen esta trama películas como Soylent green, Sleeper, Brazil, Robocop, Matrix o Minority report. En ellas el poder es tiránico y la población no es consciente de su sometimiento. El control se ejerce en tres niveles: (1) prensa y trabajo para las masas, (2) burocracia y ostracismo para quienes hacen preguntas y (3) fuerza y castigo para los disidentes. Tras establecer el clima, el desarrollo comienza cuando un individuo o grupo se da cuenta del primer nivel de control. Durante el nudo los protagonistas se enfrentan a los dos siguientes niveles para lograr su objetivo, que generalmente es emancipar a la población, conseguir la libertad o encontrar una verdad velada. En el desenlace fracasan, lo logran, o descubren que el engaño es mayor del que creían.

The running man nos transporta hasta el futuro para llevar el presente al absurdo y el exceso. Es 2017 y todo el mundo está manipulado por la prensa, que centraliza los tres niveles de control. Schwarzenegger se enfrenta a los matones, y las señoras en la audiencia entran en éxtasis cuando sale su favorito. Entre toma y toma, el programa nos (des)informa sobre las fechorías del reo y nos presenta las mejores oportunidades comerciales. Nadie se da cuenta de la manipulación mediática, excepto los miembros de la resistencia, cuyo objetivo es tomar el control de la señal de televisión. Pero ¡oh! ellos mismos creen la desinformación vertida contra el protagonista. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Como esperamos, Schwarzenegger hace picadillo a los matones de las más variopintas maneras. Luego vuelve al plató a por el presentador, Killian (puede el lector imaginarse aquí a Ramón García), y este improvisa un alegato para contener la furia de la bestia musculosa:

“Esto es solo TV. La gente no importa, sino los índices de audiencia. Durante 50 años les hemos dicho lo que deben comer, lo que deben beber, cómo deben vestirse.”

El mensaje no puede ser más directo. Y cuando Killian le ofrece a Schwarzenegger un contrato que incluye una tarjeta black y un apartamento frente a la playa, esta es su respuesta:

“Te haré comer ese contrato. Pero espero que te quede espacio para mi puño, porque te lo voy a embutir en el estómago HASTA ROMPERTE LA PUTA COLUMNA.”

Simple y directo. Schwarzenegger desprecia lo que todo el mundo anhela. Cuestiona los valores dominantes sin justificarse con Nietzsche o circunloquios raros.

Ya está. No cabe mayor mensaje subversivo en una hora y cuarenta: todo el mundo está engañado, y lo que el espectáculo ofrece como deseable también es un engaño, así que despreciémoslo. En el propio Hollywood lo dicen.

“Solo les damos lo que quieren”

Me produce curiosidad, como decía al principio, por qué el mismísimo corazón del sistema difunde este tipo de mensajes. Tal vez sea una pregunta irrelevante porque, al fin y al cabo, ¿fueron los espectadores más conscientes de su relación con la televisión tras ver la película? ¿Corrieron a leer a Neil Postman, que acababa de publicar un libro ultracrítico con la televisión, Amusing ourselves to death? Y si lo hicieron, ¿qué?

Pero allá voy con una posible interpretación: en el ecosistema simbólico en el que nos hemos insertado a lo largo del siglo XX, el cine y los medios de comunicación de masas toman el lugar tanto de los chamanes que nos advierten de la furia de los dioses, como de la danza comunitaria alrededor del fuego que mantiene un órden próspero. Tomemos la teoría de Oliver Scott Curry, que propone que existen siete normas morales universales a todas las sociedades humanas: (1) ama a tu familia, (2) ayuda a tu grupo, (3) devuelve los favores, (4) sé valiente, (5) obedece a la autoridad, (6) sé justo y (7) respeta las propiedades de los demás. En general, los conflictos que impulsan las historias de Hollywood son alteraciones en el equilibrio de estas normas: por ejemplo, lloramos al final de E.T., Mrs. Doubtfire o Coco porque la (1) ha estado en peligro y finalmente se restaura. Por su propia naturaleza narrativa, los protagonistas de todas las películas siempre cumplen la (4).

En la trama del tipo “en el interior del laberinto” la (5) queda alterada en el momento en que los protagonistas se dan cuenta de su tiranía. Sus desenlaces pueden ser distintos, pero en todos los casos el orden queda restaurado: las siete normas se vuelven a equilibrar, ya sea porque el sistema elimina al alborotador, o porque queda derrocado y el alborotador abraza de nuevo las normas quebrantadas. Salimos de misa, donde el sacerdote nos ha contado que tal o cual santo lucha contra Satanás, y nos quedamos tranquilos. Solo que Satanás puede ser el sistema brutalizante o tu propia impureza.

Ello me lleva al concepto de interpasividad: la confianza de que el orden se autorregula. Slavoj Žižek en El sublime objeto de la ideología pone el ejemplo de las risas enlatadas en las sitcoms: “El Gran Otro –encarnado en el aparato de televisión– nos libera incluso del deber de reír: él ríe en lugar de nosotros. Así que, incluso si, cansados del estúpido trabajo de todo el día, no hicimos nada en toda la noche más que mirar adormecidos la pantalla del televisor, podemos decir después que, objetivamente, a través del medio del Otro, lo pasamos realmente bien”. Vamos al concierto o a la Rompida de Hora de Calanda y los pasamos grabando vídeos que nunca veremos, en lugar de atravesar la unicidad de la experiencia in situ. Es un alivio ante un mundo complejo e inabarcable, en el que a veces no sentimos lo que se supone que debemos sentir, o no podemos hacer lo que se supone que debemos hacer. Žižek lo compara con el coro de las tragedias griegas, en el que un grupo de actores enmascarados expresaban las emociones de cada punto de la obra, para los despistados. Cita a Jacques Lacan: “Tus emociones son asumidas por el orden saludable que se muestra en el escenario. El coro se ocupa de ellas”.

Si atendemos a esta idea, si podemos no reírnos en la sitcom porque ya se ríe ella por nosotros, las películas antisistema de Hollywood nos permiten llevar nuestra vida porque ya se ocupan ellas de las injusticias. La civilización de consumo es un sistema irónico: no hace falta creer en él, ni siquiera conocer cómo opera, para integrase. Ese es el secreto de su éxito. En el tratado definitivo sobre la ironía, Experiencia irónica y civilización (2024), el filósofo ultrarracional Ismael Crespo Amine expone esta contradicción:

¿A quién queremos engañar? A la ama de casa que además trabaja o al abuelo que saca el perro y apenas se apaña con los cajeros digitales no podemos pedirles salvaguardar los valores fundamentales de la democracia. Para empezar, no podemos exigir esto a una ciudadanía que vive inmersa en imperativos categóricos tales como comer cinco piezas de fruta, hacer ejercicio por lo menos una hora al día, dormir ocho y pagar el alquiler, la luz, el agua, el gas, internet, los libros del hijo y las gafas que se han roto.

La gente no es que sea estúpida –aunque haberlos, haylos–, es que no puede más. En esta realidad donde las exigencias diarias consumen la mayor parte de la energía y atención de los ciudadanos, es comprensible que la participación en la vida política quede relegada a un segundo plano. Por tanto, aunque la idea de que los ciudadanos deberían ser participantes activos en la vida política puede resultar poco realista, esta presunción es, de iure, sostén de todo nuestro sistema. Esto no es ya irónico, sino directamente cómico.

Las películas antisistema de Hollywood son el mecanismo de interpasividad que autorregula la expectativa de vida política de los ciudadanos. A través de ellas participamos de la lucha por un mundo mejor, de modo que podemos seguir insertados en él despreocupadamente. Pero no hacía falta justificarse con Lacan o hacer circunloquios raros: la respuesta ha estado siempre delante de mis narices. Es la que da el propio Killian (Ramón García) a Schwarzenegger:

“Por Dios, ¿no lo entiendes? A la gente le encanta la televisión. Crían a sus hijos con ella. Les encantan los concursos, la WWF, los deportes y la violencia. ¡Solo les damos lo que quieren!”

Y así se mantiene el orden moral, que es lo único que realmente importa.