Me encanta el cine de terror. No es que sea un erudito, ni colecciono cintas, ni me obsesiona la Serie Z. Pero me gusta. Me gusta mucho. Y paso miedo, no creas. Hay algo embriagador en el género, un carisma genuino que se disfruta aún más cuando estás acompañado.
Es el estallido de la adrenalina, el grito de una amiga que te asusta aún más que el jumpscare, la búsqueda de cobijo detrás de un cojín (o del brazo del de al lado).
Un ritual que empieza bajando las luces y esperando en la tensión del crescendo inicial hasta llegar al ansiado y temido resorte de terror. Siempre fan del psicológico, pero no me amarga un buen susto a los tímpanos.
Pero —siempre hay uno— tengo un requisito imprescindible: la implicación. En muchas ocasiones va de la mano de la verosimilitud. Ponme una araña con patas de 50 metros, estoy en tu equipo… siempre y cuando hayas conseguido implicarme.
Hazme partícipe, ya sea por dolor, asco, reflexión, sorpresa o incluso humor. Da igual si es pretendido o no. Necesito un guión que me sirva de bastón para justificar la inversión. Necesito involucrarme. Y esta, por desgracia, es materia de repetidor para el género.
La mano que mece la cuna prometía esto sumado a la etiqueta de remake. Una nueva versión, además, de uno de los tótems del sexy thriller doméstico noventero que ahora recordamos con la mirada entornada.
Michelle Garza dirige la historia renovada que Curtis Hanson y Amanda Silver lanzaron en el 92. Un original que tenía poco de sutil, pero que sabía perfectamente lo que era: un gaslighting turbio envuelto en estética de thriller erótico.
De primeras, la nueva tiene el cartel como reclamo: Maika Monroe y Mary Elizabeth Winstead se baten en un duelo interpretativo dominado por la psicología hasta romper en violencia física.
It Follows, Longlegs y El extraño para Monroe; Calle Cloverfield 10, Destino final o Death Proof para Winstead. Dos reconocidas «reinas del grito». Pinta bien… hasta que comete el crimen mayor: roza ideas sin desarrollarlas, dispersándose narrativa y estructuralmente para anular cualquier impacto psicológico.
Justificando el Remake
Claire (Mary Elizabeth Winstead) tiene la idílica vida estadounidense. Marido, dos hijas, un casoplón digno de La Finca, una carrera de éxito. Pero oh, sorpresa, sufre depresión. ¿El colapso del ocio basado en el consumo? No: secretos del pasado que la atormentan.
Como buena samaritana y en un ejercicio de amor propio, Claire contrata a una niñera (Maika Monroe) que le permita volver a tener tiempo para sí misma. Una infiltrada que se hace más inquietante con el paso de… Bueno, en realidad esta versión es inquietante desde que se conocen.
No hay lugar para lo inesperado, ni una construcción desarrollada. La intrusa empieza a sabotear a su víctima como el cordyceps según entra en un insecto. Se acaban las sutilezas según pone un pie en la casa y sólo su marido será lo suficientemente estúpido como para no darse cuenta.
La versión 2025 replica la estructura de la original, modernizando identidades y enfocándose en traumas contemporáneos. Lo hace sin construir un tejido emocional que conecte causas y consecuencias; es una película absolutamente inofensiva, incapaz de justificarse a sí misma.
La base de esta historia es que necesita un ritmo ascendente empezando desde lo más nimio. Que cada escena sea peor que la anterior. La mano que mece la cuna las alterna en un vaivén incoherente y difícil de disimular sólo para evitar la lentitud inherente a la construcción inicial.
Son idas y venidas que, cuando todo explota, no terminas de comprender la exageración en los actos de sus protagonistas porque no ha habido una construcción lógica de la tensión y la manipulación implícita que interioricen tanto personajes como espectadores.
La película plantea sus ideas: la falsa identidad, el remordimiento, la culpa y la vergüenza, incluso la envidia recíproca llevada hasta el límite de lo sexual. Pero todas son acariciadas como un pincel que apenas raspa el lienzo.
No hay un arte final, un dibujo sobre el que toda la batalla psicológica provoque nuestra implicación por pena, rabia o comprensión. Y sin implicación no hay terror ni justificación que estimule el visionado.
Su directora intenta llevar el lenguaje opresivo, simbólico e íntimo de su filmografía al thriller doméstico estadounidense. Sobre el papel suena estupendo, pero su voz queda diluida en el corsé que marca el remake.
Hay detalles en el uso de espejos y ventanas, en la exploración de la salud mental materna, en los deseos reprimido… pero es un ejercicio de irreverencia metódica.
Plantea ideas, pero no las desarrolla. Es como ponerse tacones para ir al parque de atracciones con amigos que se ponen ropa vieja; todos saben lo que va a pasar menos tú.
Lo sorprendente es que las dos actrices están perfectas. La película, no. Maika Monroe lleva años siendo protagonista del terror indie estadounidense. Winstead, igual de sólida, consigue mantener en pie un papel que en otras manos sería incomprensible.
Tienes a una niñera que seduce —con la sutilidad escrita de un espalda plateada— físicamente al marido. Quieres que, por si estamos dispersos, nos queden claras sus intenciones. Vale, lo tengo. Pero, ¿por qué repites la misma fórmula dos escenas después con Claire?
Sin entrar en detalles, construye una escena de interés sexual en la que ambas acaban cruzando miradas cómplices, completando la seducción, pero no tiene ninguna repercusión en la relación entre ambos personajes ni influye en la historia.
Una ejecución dispersa que acaba salpicando a la dirección, planteando un clímax que hace brotar objetos de forma espontánea en las manos de sus protagonistas para poder salir del charco.
La cámara sí que ofrece algo más de juego, especialmente convirtiendo al personaje de Monroe en una presencia que siempre aparece por detrás de Claire como un parásito consumiendo a su víctima.
Monroe y Winstead merecían más
El remake de La mano que mece la cuna es entretenimiento de televisión de media tarde protagonizado por dos actrices estupendas que son las únicas capaces de convertirla en ocio pasajero.
Hay una falta de entusiasmo tremenda. La misma que tenía yo cuando aparece la cola de créditos. «¿Ya está?». No hay siquiera una resolución que ofrezca expiación o venganza consumada. Nada. La más pura y vacía nada.
Una hora y media de construcción apresurada que termina. Eso hace: termina. Sin ofrecer un poso al relato ni a sus personajes, que es un castigo inmerecido al buen —y esperado— trabajo de sus dos protagonistas.
Una película de compromiso para autores que tienen una voz mucho más interesante que ofrecer; su mayor miedo es el de tomar riesgos. Justo lo que más necesita el terror moderno.
Valoración
Nota 48
La mano que mece la cuna es un remake narrativamente inofensivo, sostenido sólo por dos buenas interpretaciones protagonistas. Ideas sin desarrollar, tensión sin consecuencias y un clímax vacío; entretenimiento olvidable de media tarde.
Lo mejor
El duelo interpretativo protagonista: Monroe y Winstead sostienen solas un thriller que sin ellas se desmoronaría por completo.
Lo peor
La falta de ejecución y desarrollo de sus nuevas ideas que te dejan completamente fuera de toda implicación.