El hombre que inspiró a Drácula no fue un conde sino un príncipe y, en lugar de absorber hasta la última gota de sangre, disfrutaba derramándola. Litros y litros de este líquido escarlata corrieron por Valaquia del mismo modo que la tinta hizo lo … propio con su mito después de que el escritor irlandés Bram Stoker, a partir de la historia de Vlad Tepes ‘El Empalador’ y del nombre del padre de este sádico heredero del sur de Rumanía, creara al vampiro más famoso de la literatura y el cine al más puro estilo del doctor Frankenstein: un poco de la historia del enemigo otomano, aficionado a torturar a sus enemigos clavándolos en picas, un poco de leyenda popular y algo de ese miedo intrínseco de los humanos a la muerte, o a perdurar en la vida condenado, y a la enfermedad, que arrebata el alma a sus víctimas igual que los afilados colmillos de este ser sobrenatural besan los cuellos siempre desnudos, como esperando.
El Conde Drácula no fue, paradójicamente, el primer vampiro del cine, a cargo de Nosferatu, ni será el último, popular especímen juvenil gracias al Robert Pattinson de ‘Crepúsculo’ y a sus hermanos menores de ‘Crónicas vampíricas’. El morador del castillo gótico de Transilvania, que ahora resucita en cines a cargo del francés Luc Besson, ni siquiera fue el primer monstruo que saltó a las pantalla, precedido por los rasgos cadavéricos del torturado personaje imaginado por Mary Shelley, que allanaron el terreno a una serie de criaturas cuyo propósito no solo era aterrorizar al espectador, sino servir como metáfora de las inefables actitudes humanas, del lado oscuro de las personas.
Una y más veces estas criaturas se movieron entre los vivos gracias a cineastas que exorcizaban sus demonios traumatizando con ellos al resto. Momias, muertos vivientes y el más famoso, el vampiro.
El conde de los colmillos largos y adicto a la sangre ha alimentado la obsesión del público por el elegante y aterrador vampiro, el hombre de las mil caracterizaciones en la gran pantalla, desde el repeinado Drácula de Béla Lugosi, que inauguró prácticamente un género de películas de serie B en 1931, al estilo más noventero del pelo largo y el moño blanco del de Gary Oldman en ‘Drácula, de Bram Stoker’, dirigida por Francis Ford Coppola, donde el actor dio vida a uno de los vampiros más «románticos» de la filmografía de terror, «cruzando océanos de tiempo» para conocer a su amada.
Éxito cíclico
La insistencia en estos monstruos, desde el vampiro que ahora resucita Luc Besson en ‘Drácula: a love story’ al Frankenstein de belleza de pasarela que Guillermo del Toro regaló a Jacob Elordi, demuestra que el éxito de estas criaturas míticas es cíclico y resurge siempre como una maldición o, según se mire, una bendición, al cabo de los años.
A cargo del príncipe de las tinieblas, cuya capa llevaron antes que él también actores como Christopher Lee o Frank Langella, aparece ahora Caleb Landry Jones (‘Dogman’) en una película que reinventa la historia del príncipe Vlad como un ser condenado a la inmortalidad por amor, volviendo al aspecto gótico y romántico que persigue a Drácula desde que Bram Stoker se fijó en El Empalador. El cineasta francés bebe de la película de Coppola y calca el moño que peinó Gary Oldman y cautivó a Winona Ryder en esta reversión, indisoluble de su singular estilo, que cruza el charco como el amor de su Drácula los oceános de tiempo. Ya no está Keanu Reeves, pero el cineasta Luc Besson, el padre de Nikita, del asesino León, del quinto elemento de Mila Jovovich y de la versión más inhumana de Scarlett Johansson, convence a Christoph Waltz, el cura en la película y otra eminencia, para que bendiga su visión del mito vampírico.