Björk cumple 60 años este 21 de noviembre, y lo primero que uno piensa es que cuesta imaginar a alguien tan eternamente vinculada a lo experimental soplando velas como si tal cosa. Probablemente ella, fiel a su estilo, lo celebre en algún fiordo, alimentando con notas imposibles una criatura mitológica o grabando sonidos de hielo derretido. Pero ésa es precisamente la gracia: Björk siempre ha sido un territorio aparte, un planeta al que uno viaja sabiendo que, a la vuelta, no va a ser exactamente el mismo.
Su figura ha tenido tantas lecturas —visionaria, excéntrica, adelantada a su tiempo, artista total— que, a veces, se olvida lo más obvio: Björk ha sido, durante cuatro décadas, una de las fuerzas creativas más influyentes de la música contemporánea. Y lo curioso es que ha logrado eso sin entrar jamás en el juego del pop de manual. Ha hecho lo contrario: ha demostrado que lo raro también vende, que lo incómodo puede ser bello, y que una islandesa con ideas propias puede cambiar la forma en que suena el futuro.
Cuando dejó atrás The Sugarcubes a finales de los ochenta, muchos la veían como la voz peculiar de un grupo indie islandés que estaba bien, pero que difícilmente iba a alterar la industria. Luego llegó Debut (1993), su primer álbum en solitario, y ya no hubo vuelta atrás. Aquello era pop, sí, pero filtrado a través de música electrónica, house, jazz, ritmos tribales y una estética que mezclaba inocencia, melancolía y un punto marciano que nadie más podía copiar. Ni siquiera imitándola mal se obtenía algo parecido.
Con Post (1995) y Homogenic (1997), Björk directamente reescribió las reglas. Mientras el pop británico vivía entre el britpop y la electrónica de club, Björk estaba componiendo temas que parecían llegar de otra era. Sus bases rítmicas tenían algo de volcán islandés, sus cuerdas sonaban a épica íntima y su voz, ese instrumento mutante, pasaba del susurro al estallido emocional sin pedir permiso. Lo mejor es que ella nunca lo vendió como vanguardia: para Björk, todo era simplemente “hacer música”. Y para el resto del planeta, era como asomarse a un laboratorio del futuro.
Quizá por eso su influencia ha sido tan transversal. Cantantes pop, productores electrónicos, artistas experimentales, compositores de cine… todos han bebido de su forma de entender el sonido. Desde FKA twigs a Rosalia, desde Arca a James Blake, tanto la electrónica contemporánea como el pop alternativo tienen un punto en común: la libertad creativa que Björk reivindicó cuando el resto aún dudaba.
Su impacto también ha tenido mucho que ver con la imagen. Pero no en el sentido clásico de diva pop. Ella no ha buscado glamour, sino expresión. Vestidos imposibles, maquillaje futurista, puesta en escena casi escultórica… Björk ha tratado su imagen como una extensión de su música. Todos recuerdan el vestido-cisne de los Oscar de 2001, claro, pero la gracia no era el disfraz en sí, sino su actitud: nadie más se habría atrevido a convertir la alfombra roja en una performance surrealista sin que pareciera un numerito forzado.
Con los años, Björk ha seguido sorprendiendo incluso cuando ya se esperaba de ella lo imprevisible. Vespertine (2001) fue su álbum más íntimo, como si grabara desde una casa de muñecas habitada por ángeles electrónicos. Medúlla (2004) fue un experimento casi exclusivamente vocal. Biophilia (2011) fue un proyecto educativo y artístico con instrumentos diseñados específicamente para el disco. Y Utopia (2017), una colaboración estrecha con Arca, era prácticamente un ecosistema sonoro lleno de flautas y criaturas digitales.
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Nada de eso tenía, en apariencia, la menor intención comercial. Sin embargo, Björk es una de las pocas artistas experimentales que llenan teatros y auditorios en cualquier parte del mundo. Tiene un público fiel, casi devoto, que entiende que no va en busca de hits, sino de experiencias.
A nivel cultural, Björk ha roto muchas más barreras de las que se le adjudican. Ha sido pionera en el cruce entre arte y tecnología, en el uso de aplicaciones interactivas, en incorporar ciencia y ecología en su obra sin que parezca un panfleto. Y ha hecho todo eso sin grandes discursos, simplemente trabajando desde Islandia —su hogar emocional— y desde esa imaginación desbordante que la acompaña desde niña.
Cumplir 60 años no encaja con la idea que la industria suele asociar a la innovación. Pero Björk no pertenece a ese catálogo de expectativas. Su carrera demuestra que la creatividad no sabe de edades: sabe de curiosidad. Y la suya, a estas alturas, sigue intacta.