«Hay días así, que con el primer toque de pincel en el lienzo sale todo lo demás», dice. Esta reflexión le nace a Gelu Albu (Rumanía, 1969) al toparse con el retrato de una de sus dos hijas. Tiene varios, pero hay uno en concreto que le salió así sin parar en un día delante del lienzo. La explicación está en las ganas que tenía de reproducir en óleo una fotografía que había tomado y le gustó.

Los retratos se mezclan en las paredes con muchas pinturas de paisajes de montaña, de bosques, de campo con animales e incluso marítimos. Comenzó en su Rumanía natal siendo un adolescente pintando atardeceres, amaneceres y también carteles de súper héroes de la época. «Gustaban mucho. Los amigos me preguntaban que a cuánto los vendía», recuerda divertido. En casa eran diez hermanos y toda la ayuda era bienvenida, por lo que siendo igual de adolescente comenzó a trabajar como peón. Empezó en una empresa siderúrgica con 16.000 empleados y todavía se acuerda de las jornadas agarrado al martillo hidráulico. Así eran sus mañanas, y tres tardes semanales cogía un autobús para ir a una escuela de artes a media hora de casa. «Aprendí muchísimo todo lo que tiene que ver con la perspectiva, el retrato… con todo. Ese tiempo me di el gusto porque me lo pagaba yo todo y seguir por ese camino significaba dejar de trabajar y no podía ser. Eso siempre se me quedó dentro», añade.

Volvió a darse el gusto cuando llegó a España con su esposa Erika y su hija Anca en 2002. Una vez instalados en Caspe, se apuntó a las clases que impartía María Piazuelo primero en la Casa de Cultura y más tarde en su estudio. Después tuvo de maestro a Álvaro Clavero en Indavi. «Me gustó mucho con los dos porque aprendes, te guían y cuando estás con más gente te motivas mucho, porque ir a clases implica organizarte con jornadas muy largas de trabajo. Yo entonces era albañil y a veces se hacía duro», dice. «Allí él se encontraba muy bien, le hacía bien ir con el grupo», añade Erika, su esposa. «Yo soy la única que no pinta, pero estoy muy orgullosa de todos», sonríe.

Durante algunos años, la hija mayor acompañó al padre a clases y hasta hicieron una exposición juntos con el resto de alumnos en El Quijote. Se le daba bien, pero en cuanto cogió una cámara, ella y quienes vieron sus primeras fotos, detectaron que su camino era el de la fotografía. En 2003 nació Isabel, que ahora está explorando la ruta de la ilustración y el diseño. Tras una breve estancia en Calanda, hace tres años se mudaron a La Puebla de Híjar donde el matrimonio ha puesto todo su buen hacer en poner la casa al gusto de todos. La mano del artista se nota en muchos detalles.

Talla en madera

Entre las pinturas hay varias esculturas en madera. Son suyas y están talladas con motosierra. «Si veo el tronco y veo que hay algo dentro, lo saco… Salir sale», ríe. Las que guarda son pequeñas, pero hace unos años talló un Ícaro de más de dos metros de altura y guarda fotos del proceso. Solo él lo veía y, efectivamente, ahí estaba esperando a que alguien lo sacara del tronco con sus alas desplegadas. «Lo fui haciendo cuando podía después de acabar de trabajar y fines de semana», recuerda. El traslado a la finca en la que vivió hasta que se echó a perder la madera, se hizo con pala excavadora. «Era imposible moverlo con lo que pesaba», advierte.

Varias operaciones y dolores de espalda le obligaron a retirarse antes de hora. Quiere retomar su pintura en serio y tiene su espacio. Le esperan lienzos, las ganas de darle otra oportunidad al acrílico que en su momento no le gustó, y unas cuántas ideas. «Me encantaría volver a exponer pero tengo que pintar más, hacer obra nueva, y eso sucederá. Tengo mi espacio y los materiales, solo falta el momento pero llegará», avisa. Le gustaría retomar las clases y, a poder ser, en La Puebla si hubiese más gente interesada pero, de momento, solo hay infantil. Se intentó pero no salió grupo de adultos, aunque no desiste y está atento.

Se acuerda del profesor en Rumanía que les recomendaba no dejar pasar un día sin dibujar. «Decía que hiciéramos cualquier cosa, aunque fuera mirarte la mano y dibujar un dedo. Tenía razón, y creo que si tienes talento es un pecado no seguir ese camino, pero depende de las posibilidades de cada uno. No hacemos lo que queremos, sino lo que podemos», apunta. «Es difícil aplicar eso en el día a día pero ahora es lo que quiero. Tengo más tiempo y muchas ganas porque cada día es un regalo», concluye.