Gaua (2025) de Paul Urkijo, toma un giro brillante desde sus primeras escenas. El de plantear que la noche, con todos sus horrores y secretos, es un escenario atemporal que permite resumir todos los temores humanos. De modo que la noche en la trama, no es solo el telón de fondo. Es el personaje principal, el que dicta las reglas del juego y reparte sus sombras a voluntad. Por lo que el director vuelve a su terreno natural: lo mítico, más en específico, lo que habita entre la historia y la superstición. 

Para eso, el argumento — también escrito por el director — se divide en cuatro relatos que se cruzan entre sí para contar la forma en que el mal y el miedo pueden encarnarse. En el primero, Gaueko, una noche que toma forma humana; Inguma, el dueño del sueño y de la pesadilla; Mateo Txistu, el cazador que paga caro su obsesión; y Akelarrea, una danza colectiva con el Mal. Cuatro narraciones que terminan por mezclarse en un mismo escenario: el mundo nocturno y lo que esconde.

El truco de Urkijo está en el equilibrio: mezcla lo arcaico con lo contemporáneo sin forzar la unión. No se limita a mostrar el folclore vasco como una pieza de museo, sino que lo reactiva, lo hace respirar con ritmo de relato gótico y alma de fábula. De modo que el espectador no solo mira, sino que participa del hechizo. Cada historia se siente autónoma y a la vez parte de un único cuerpo narrativo, con una coherencia estética que convierte lo local en universal.

Un realizador en plena forma

Claro está, el nuevo trabajo de Paul Urkijo insiste en una veta que ya es plenamente suya: mundos remotos que se sienten casi familiares. A la vez, una síntesis de leyendas con un marcado sentido de la historia y un imaginario donde la naturaleza vigila, escucha y juzga. En Gaua, esa mezcla vuelve a funcionar, aunque esta vez el director apunta su mirada a un tema que late desde el primer minuto: las estructuras sociales que aplastan a quienes viven en los márgenes. 

Nada de metáforas suaves ni sugerencias tiernas. Urkijo abre el telón y lo deja claro desde el arranque: esto va sobre mujeres, sistemas que las golpean y resistencias que se construyen en la penumbra. El personaje de Kattalin (Yune Nogueiras) encarna ese transitar constante entre la duda, el miedo y una fuerza interna que la película intenta acompañar sin convertirla en figura monolítica.

Si en Irati (2022) o Errementari (2017) la mitología marcaba la brújula principal, aquí funciona casi como un eco que se cuela entre ramas y susurros, más al servicio del comentario social que del puro espectáculo fantástico. Urkijo reivindica un estilo que combina madera húmeda, fuego tembloroso, respiraciones contenidas y la idea de que lo maravilloso y lo cruel comparten la misma mesa. Sin embargo, esta propuesta de tesis social viene con una consecuencia inevitable: una primera mitad que camina con mucho cuidado, a veces demasiado consciente de su propio discurso. Con todo, la película logra equilibrar su comentario social y su espectacular puesta en escena en un escenario tenebroso rico en detalles y lecturas. 

La noche como territorio de horrores

Para contar una historia semejante, Gaua utiliza el paisaje nocturno como una metáfora emocional de las situaciones que viven sus personajes. De modo que el resentimiento, el dolor y el miedo, no son solo emociones. También son un paisaje simbólico; uno que se muestra a través de la humedad de los troncos, los silencios interminables y las hogueras que apenas iluminan lo suficiente. El talento del director para crear imágenes cargadas de tensión y misterio sorprende al alejarse de fórmulas habituales. 

De modo que, aunque el paisaje tiene la apariencia de una pesadilla, no pretende solo asustar. La cámara parece enamorada del follaje, de las sombras que se mueven como si fueran personajes adicionales, de la sensación de encierro que no necesita paredes. Paul Urkijo apuesta por un lenguaje visual que mezcla lo medieval con lo opresivo sin romantizarlo jamás. De hecho, en comparación con Las brujas de Zugarramurdi, aquí la fantasía no se rinde a la comedia ni al exceso, sino que mantiene un tono incómodo que acompaña el dolor de las protagonistas. 

El euskera como piel y la noche como hogar

Uno de los elementos más potentes de Gaua es su decisión de usar el euskera como telón de fondo. La lengua opera como una capa adicional de identidad, pero también como un puente hacia ese universo áspero y ritual que el director propone. No es un detalle accesorio: fortalece la ambientación y aporta credibilidad al relato, incluso cuando la trama roza lo fantástico. Al mismo tiempo, la nocturnidad constante ofrece un escenario perfecto para que el sonido, la respiración y el silencio sean protagonistas.

Visualmente, la película encuentra un terreno ideal para sus ambiciones. La fotografía sostiene una paleta de sombras profundas y luces intermitentes que nunca se sienten artificiosas. Tampoco persigue la estética de fantasía bonita; su objetivo está en la crudeza, en la suciedad honesta, en el humo que no es decorativo sino atmosférico. Y aunque la primera mitad se nota más rígida, la segunda parte compensa esa falta de fluidez con un despliegue visual que acompaña muy bien el giro hacia lo mítico.

Terror para fanáticos exigentes

Al final, Gaua no busca respuestas sobre los temas que plantea. Prefiere dejar al espectador con más preguntas que certezas. Lo suyo no es explicar los mitos, sino devolverles su poder de fascinación. Urkijo entiende que el miedo y la belleza son dos caras del mismo espejo, y que mirar una implica aceptar la otra.

Quien entre en esta película esperando terror convencional saldrá sorprendido. Lo que se encuentra es algo más sutil y, por eso mismo, más inquietante: una exploración del alma humana a través de sus fantasmas colectivos. Gaua no pretende asustar, sino recordar que la oscuridad siempre nos está mirando. Y que, a veces, conviene devolverle la mirada.

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