Existe una ironía cruel y deliciosa en el hecho de que el cine, ese gran artefacto diseñado para evocar emociones, se obsesione últimamente con la supresión de las mismas. Bertrand Bonello, el enfant terrible de la elegancia francesa, regresa para recordarnos que el miedo no es algo que acecha en la oscuridad, sino algo que llevamos cosido al forro del alma. Con “The Beast” (La Bête), el director se aleja de la literalidad para construir un laberinto de espejos temporales donde la bestia somos nosotros y nuestra incapacidad para amar. No estamos ante una película de ciencia ficción al uso, ni ante un drama de época, sino frente a un tratado filosófico disfrazado de pesadilla sensorial que se atreve a preguntar si vale la pena vivir sin sufrir, o si el sufrimiento es, en última instancia, la única prueba de que estamos vivos.

La premisa, libremente inspirada en la novela corta de Henry James “La bestia en la jungla”, se estira y se retuerce hasta convertirse en algo irreconociblemente moderno. La película nos lleva a 2044, un año en el que la Inteligencia Artifical ha tomado el control gracias a la eficiencia gracias a un proceso por el que detectan que las emociones humanas suponen un lastre para la productividad. Aquí es donde encontramos a Gabrielle, interpretada por una Léa Seydoux que trasciende la mera actuación para convertirse en el epicentro gravitacional de la cinta. Para “limpiar” su ADN y encajar en esta utopía de la apatía, Gabrielle debe sumergirse en sus vidas pasadas y purgar los traumas que la atan a la irracionalidad del sentimiento. La purificación es, en realidad, una lobotomía emocional voluntaria.

Bonello fractura la narrativa en un tríptico dislocado que abarca 1910, 2014 y 2044, tejiendo hilos invisibles que conectan el París de la Belle Époque con un Los Ángeles contemporáneo de frialdad clínica. En cada encarnación, Gabrielle se encuentra con Louis (George MacKay), una figura que funciona simultáneamente como alma gemela y presagio de fatalidad. Lo fascinante es cómo la película juega con la inevitabilidad; el romance aquí no es una promesa de felicidad, sino una cuenta atrás hacia el desastre. En 1910, entre salones burgueses y fábricas de muñecas de una inquietante fijeza cadavérica, la tensión se construye sobre lo no dicho, sobre el decoro que asfixia el deseo hasta que la gran inundación de París —un evento histórico recreado con una mezcla de belleza pictórica y falsedad digital deliberada— actúa como metáfora de ese desborde emocional reprimido.

Sin embargo, es en el segmento de 2014 donde Bonello clava sus colmillos con mayor ferocidad. Lejos de la elegancia del pasado, nos arroja a una mansión de cristal en Hollywood Hills, donde Gabrielle cuida una casa vacía y Louis se reencarna en un incel virulento, un trasunto de Elliot Rodger que escupe su odio misógino a través de vlogs grabados en la soledad de su coche. Este tramo es, sencillamente, terrorífico. Bonello convierte la banalidad del mal moderno en un slasher existencial, donde la amenaza no es un monstruo sobrenatural, sino la alienación masculina y la violencia latente en la soledad conectada. La decisión de utilizar una estética que bordea lo artificial, con fondos que parecen cromas mal ajustados y una atmósfera de irrealidad televisiva, subraya la tesis de la película: la realidad se está disolviendo, y nosotros con ella.

George MacKay, quien asumió el papel tras el trágico fallecimiento de Gaspard Ulliel, realiza un trabajo de funambulismo admirable. Su Louis es un camaleón de la incomodidad, capaz de despertar lástima y terror en la misma escena. Pero la película pertenece, sin discusión, a Léa Seydoux. La cámara de Bonello la escruta con una intimidad casi invasiva, buscando en sus ojos ese terror atávico a “la bestia”. Seydoux tiene la capacidad única de parecer completamente transparente y absolutamente impenetrable al mismo tiempo. Su Gabrielle es una mujer que huye de una catástrofe que no puede nombrar, pero que siente en la boca del estómago. En el futuro de 2044, cuando actúa frente a pantallas verdes y vacíos azules, su interpretación de la nada, de la ausencia de afecto, resulta más escalofriante que cualquier grito de horror.

Lo que hace que “The Beast” sea una experiencia tan polarizante —y por tanto, necesaria— es su negativa a ofrecer consuelo. No hay catarsis al final del túnel, solo la confirmación de nuestras sospechas más oscuras. La película es un ataque frontal a la cultura de la anestesia, al wellness corporativo y a esa obsesión contemporánea por lijar las aristas de la experiencia humana para que todo sea seguro, inofensivo y consumible. La bestia no es un evento externo, es el miedo a vivir. Bonello nos dice que al intentar protegernos del dolor del amor o de la incertidumbre del futuro, nos convertimos en muñecas de porcelana: hermosas, perfectas y vacías por dentro. El diseño de sonido, lleno de zumbidos, cortes abruptos y silencios densos, contribuye a esta sensación de disociación constante, como si la película misma estuviera luchando por mantener su integridad estructural.

Es cierto que el metraje se dilata y que el director se gusta demasiado en ciertos pasajes, cayendo en una reiteración que podría alienar al espectador impaciente. Hay momentos en los que la metáfora se vuelve demasiado evidente, y el simbolismo de las palomas o las muñecas roza lo obvio. Pero en un panorama cinematográfico dominado por algoritmos que dictan guiones predecibles —irónicamente, lo que la propia película critica—, se agradece este exceso de ambición. Es preferible una obra maestra fallida y arrogante que un producto competente y mediocre. Bonello no busca el aplauso fácil; busca incomodar, busca que la sala de cine se convierta en esa jungla donde esperamos, agazapados, a que algo suceda.

Visualmente, la cinta es un festín de contrastes. Desde el grano texturizado del celuloide de principios de siglo hasta la frialdad digital del futuro, cada época tiene su propia gramática visual. Los códigos QR que aparecen en la piel de los personajes del futuro funcionan como marcas de ganado de una sociedad que ha mercantilizado el alma. Y el final, que no desvelaré, es uno de los cierres más contundentes y desoladores de los últimos años. Un corte a negro que deja al espectador suspendido en el vacío, obligándole a confrontar su propia relación con la tecnología y los sentimientos. El grito final no es solo de un personaje, es el alarido de una humanidad que se resiste a ser borrada.

“The Beast” es, en definitiva, cine de autor en su expresión más pura y dura. No es una película para “ver”, es una película para “padecer”, en el mejor sentido de la palabra. Nos invita a reflexionar sobre si la tranquilidad del espíritu vale el precio de nuestra humanidad. Bonello sugiere que tal vez, solo tal vez, el dolor sea el único ancla real que nos queda en un mundo que se disuelve en datos. El miedo a sufrir es, paradójicamente, lo que nos impide vivir. Y esa es la verdadera bestia que nos devora lentamente, sin que nos demos cuenta, mientras hacemos scroll infinito en nuestras pantallas, buscando una conexión que hemos olvidado cómo sentir.

Por R. Martín.