Dicen que sabemos más sobre la superficie de Marte que sobre las profundidades de nuestro propio planeta. Y probablemente sea cierto: mientras telescopios y sondas cartografían galaxias lejanas, apenas hemos explorado una mínima fracción del fondo marino.

El océano sigue siendo, en muchos sentidos, nuestro “espacio interior”: oscuro, misterioso y, a veces incluso hostil, donde cada metro de profundidad cambia las reglas de la biología, la física… y también de la mente.

Libertad submarina

El buceo recreativo nació de un sueño romántico: el de poder respirar bajo el agua y moverse entre peces como uno más del océano. Hasta mediados del siglo XX, sumergirse más allá de unos pocos metros era cosa de marinos, científicos o aventureros con escafandras pesadas y mangueras conectadas a la superficie. Todo cambió en 1943, cuando Jacques Cousteau y Émile Gagnan desarrollaron el regulador de aire comprimido, un ingenioso sistema que permitía respirar del tanque sólo cuando se inhalaba. Así nació el Aqua-Lung, predecesor de los actuales reguladores, y con él, la libertad submarina.

En pocas décadas, lo que empezó como una rareza se convirtió en un pasatiempo global, ya sea por trabajo, aventura o simple diversión. Pero a medida que uno desciende, el océano empieza a cobrar su peaje. La luz se desvanece, la presión aumenta, los gases se comportan de forma distinta… y a cierta profundidad, el nitrógeno empieza a “emborrachar” el cerebro.

Paz, euforia y confusión

En ese ambiente hiperbárico (es decir, con más presión de la que tenemos en la superficie) de las profundidades, no solo acechan los tiburones, sino un peligro más sutil e inesperado: la narcosis del nitrógeno. A partir de unos 30 metros de profundidad, el aumento de la presión hace que ese gas, presente en el aire que respiramos durante toda nuestra vida sin ningún tipo de problema, se disuelva en mayor cantidad en la sangre y en los tejidos, afectando al sistema nervioso.

El resultado es una especie de “borrachera del buceador”, una sensación de euforia, lentitud o descoordinación que puede hacer que incluso los más experimentados tomen decisiones absurdas o peligrosas sin darse cuenta.
Los síntomas varían: algunos sienten una paz absoluta, otros no pueden dejar de reír y hay quienes experimentan ansiedad o confusión.

Es un fenómeno curioso, porque el buceador puede sentirse genial justo antes de cometer un error fatal, como quitarse el regulador o perder la orientación. No es casual que Cousteau lo llamara “la embriaguez de las profundidades”: una metáfora perfecta para ese instante en que el cerebro, saturado de nitrógeno, olvida que está a decenas de metros bajo el agua, en un entorno que no perdona los fallos.

La narcosis del nitrógeno no es un hallazgo reciente. Ya en 1930, los fisiólogos británicos Leonard Erskine Hill y John James Rickard Macleod (que recibiría el Nobel en 1923 por el descubrimiento de la insulina) describieron por primera vez este extraño efecto del gas a altas presiones. Desde entonces, sabemos que nadie está realmente a salvo: puede afectar tanto a buceadores novatos como a los más experimentados, porque la susceptibilidad varía entre personas e incluso entre inmersiones.

El cerebro funciona a cámara lenta

¿Y por qué ocurre exactamente? Lo cierto es que aún no lo sabemos del todo. La hipótesis más aceptada es que, al aumentar la presión, el nitrógeno se disuelve en mayor cantidad en las membranas de las neuronas, alterando su funcionamiento y ralentizando la comunicación entre ellas. Es como si el cerebro funcionara en cámara lenta.

Algunos estudios apuntan también a un efecto similar al de ciertos anestésicos, que interfieren con los receptores cerebrales del neurotransmisor GABA y provocan esa mezcla de euforia y torpeza. Además, varios experimentos sugieren que el nitrógeno reduce la liberación de ciertos aminoácidos importantes para la actividad cerebral, como el glutamato, la glutamina y la asparagina, sin afectar a los receptores NMDA. En eso difiere del óxido nitroso (el “gas de la risa”), que sí actúa directamente sobre ellos.

Es decir, ambos gases pueden alterar nuestra conciencia, pero lo hacen por caminos distintos: el óxido nitroso “bloquea” la señal, mientras que el nitrógeno parece simplemente atenuarla, como si bajara el volumen del cerebro. Y cuando bajas el volumen del cerebro…

Por otra parte, un estudio realizado en C. elegans, un pequeño gusano muy utilizado en investigación, sugiere que la dopamina es la responsable de algunos de los cambios de comportamiento bajo presión, pero parece actuar junto a otras vías aún desconocidas. Por ejemplo, los niveles de serotonina, otro neurotransmisor clave, aumentan bajo alta presión de nitrógeno.

La manera en que interactúan exactamente estos neurotransmisores y aminoácidos durante la narcosis del nitrógeno sigue siendo un misterio, pero demuestra que el efecto del gas en el cerebro es mucho más complejo de lo que parece.

Como suele pasar en ciencia, la respuesta completa sigue bajo la superficie: sabemos qué se siente y qué lo desencadena, pero no del todo cómo actúa ese gas aparentemente inocente cuando se convierte en embriagador.

¿Cómo se puede evitar?

La mejor forma de protegerse de la narcosis del nitrógeno es simple: no bajar a más profundidad de la recomendada para cada nivel de experiencia, ascender despacio y mantener siempre la calma. Los buceadores aprenden a reconocer los primeros síntomas y a reaccionar antes de que afecten a la seguridad. Con planificación, entrenamiento y sentido común, la narcosis puede ser solo una curiosidad científica más que una amenaza real.

El buceo recreativo sigue siendo seguro y asombrosamente enriquecedor, siempre que se haga bajo supervisión, con equipos fiables y con profesionales formados que cuiden cada inmersión.