Cuando anunció en la empresa donde trabajaba como delineante que pensaba dejarlo todo para dedicarse por completo a su estudio de arte, hubo quien respondió … que llevaba unas semanas haciendo acuarela en sus ratos libres, casi en tono de guiño. Y cuando hace unos meses enseñó a sus hermanos –él es el séptimo de diez– un local céntrico atiborrado de obras con su firma, la sorpresa fue generalizada. El gesto de asombro se repite entre quienes llaman al timbre y curiosean entre sus fondos.

«Todos han flipado», resume Enrique Fernández de Romarategui (Langarika, 1963), prejubilado desde hace un año para ponerse a prueba en el mundo del arte. No lo entiende como un giro del todo inesperado (crea esculturas y pinturas desde los años noventa), pero sí lo es para el entorno, porque se trataba de una dedicación silenciosa, a la que apenas había dado difusión. Atiende a EL CORREO en su estudio del número 45 de la calle Manuel Iradier de Vitoria, un espacio saturado de esculturas, pinturas y láminas. Pero también de pinceles, gubias, cinceles… «Puede haber 2.000 obras realizadas entre los años noventa y hoy en día», señala, rodeado de ese estallido de color y formas. Hay tantas piezas que quienes visitan ese estudio, laboratorio y tienda suelen salir sorprendidos y incluso un poco abrumados. El local está abierto a cualquiera que quiera visitarlo, y allí ultima la preparación de una exposición en la Fundación San Prudencio, que se inaugura este miércoles 26 de noviembre y permanecerá abierta hasta el 7 de enero. Es la que puede considerarse su cuarta exposición de toda su carrera. Todas se han celebrado en el último año. Nada que ver con la sequía de exhibiciones de décadas atrás.

¿Por qué ha tardado tanto en mostrar su obra? Por reparo. «Fíjate, me siento como en esa obra», dice señalando ‘Exhibicionista rojo’, una pieza de papel, esmalte y tinta, en la que invita a imaginar que es una cabeza que asoma entre una masa de ese color. «Es como si me abriera la gabardina con una vergüenza tremenda. Digamos que es como desnudarse y mostrar algo de más de 30 años que solo han visto gente muy cercana», explica.

Desde su prejubilación el año pasado ha participado en la Feria de Arte Contemporáneo Artist 360 (Madrid) y en la Lucca Art Fair (Italia), además de exponer en la Galería Eder Arte y en el hotel Kora Green City. «Sé que el camino del arte es muy duro, complicado y agotador», admite sobre el intento de abrirse hueco en el circuito artístico. «Durante muchos años he sido muy libre, porque no he dependido del mercado ni de opiniones externas…».

Taller y tienda de regalos

A primera vista, algunas de sus piezas remiten al suprematismo, el movimiento en el que brillaron Kandinsky o Malévich. Muchas formas geométricas. Pero también pueden recordar a la escultura vasca. «Cuando investigas te das cuenta de que hay una relación entre ambos movimientos», apunta vestido con una bata con salpicaduras de pintura. Tampoco oculta algunas referencias. Por ejemplo, una pieza flotante llamada ‘Amárica’ se inspira en el talento del pintor vitoriano para sus coloridos paisajes. Otra pieza lleva por nombre, ‘Homenaje a Malévich’… y ‘Txalo’ es una pequeña escultura inspirada en el reencuentro de reconciliación entre Eduardo Chillida y Jorge Oteiza. «Si buscas en EL CORREO esas imágenes se ve a Oteiza dándole un golpe cariñoso», señala. «Ese momento es el que represento».

El origen de su inquietud creativa se remonta a los años noventa, de su traslado a la ciudad y de las conversaciones que mantenía con los arquitectos Pablo Ezquerra y Enrique Ibáñez, al mando de un estudio en el que trabajó como proyectista. «Eran muy sensibles al arte y tenían conocimientos», recuerda. Aquel estudio acabó transformándose en taller cuando pasaron a trabajar en la empresa pública. «Yo seguí en estudios y, durante las tardes, solíamos investigar y desarrollar proyectos artísticos en un taller habilitado en una vivienda en la calle San Prudencio», rememora sobre Ezquerra, «mi maestro». La mudanza de las obras de aquel edificio al actual local de Manuel Iradier se produjo hace unos años. Suspira tan solo de recordar la cantidad de obras que tuvo que desplazar.

Con Ezquerra trabajó mano a mano. Por eso muchas obras aparecen firmadas como ‘Pool en Roma’, la unión del Pool de Pablo Ezquerra y Roma de Romarategui. «De hecho, todavía firmo así algunas piezas que se inspiran en cosas pasadas o entiendo que son de proyectos de ambos».

A medida que se recorre la lonja sorprende que Romarategui haya llevado esa actividad en silencio durante tantos años. Ahora por fin se atreve a contar el trabajo que hay detrás de cada obra. De hecho, ese local que lleva el nombre de RegalArte Romarategui, que dirige junto a su hija, se pueden adquirir piezas en una amplia variedad de precios.