En el Real Madrid confluyen varios tiempos a la vez. Por la mañana se discute el futuro y se revisa el pasado en la asamblea de compromisarios; por la noche se disputa el presente más urgente ante el Elche. Es un delirante y exigente … ballet temporal que exige una total precisión para no perder el paso.
Contra el Elche, Xabi Alonso quiso sorprender a propios y extraños agitando el avispero. Pero los elegidos para esa tarea no correspondieron a la confianza de su técnico. Rodrygo sigue atrapado en su propio bucle melancólico como el mosquito de Parque Jurásico petrificado en ámbar. Lleva sin marcar un gol desde la prehistoria. Y mostrando una actitud vital entre el abatimiento y la tristeza. Cada día que pasa, su no salida del pasado verano se antoja más incomprensible, casi un error de cálculo que nadie quiso ver venir. Su situación parece, cada vez más, inconducible. Difícil de entender su momento. Se le está poniendo cara de futbolista de la liga turca.
No tiene un diagnóstico demasiado claro este Real Madrid, pero sí una evidencia: falta sintonía. Hay un problema serio de conexión. Y el entrenador da la sensación de estar muy solo, como si dirigiera una orquesta cuyos músicos tocan su propia partitura sin escucharse entre ellos. O peor aún: como si no quisieran escuchar.
Esa desconexión, esa falta de armonía, es lo que convierte cada partido en un ejercicio de supervivencia más que en una propuesta reconocible. El Madrid avanza, sí, pero lo hace con la sensación de que cada paso podría ser el último en firme, como si el suelo aún estuviera asentándose bajo sus pies. Se pudo puntuar solo gracias al balón parado de Alexander-Arnold, un recurso casi desesperado en un equipo que debería vivir de algo más que de la inspiración aislada. En ese paisaje incierto, el tiempo (pasado, presente y futuro) se mezcla sin avisar, y el club parece vivir atrapado en una coreografía que exige mucho más de lo que está ofreciendo.
Días inciertos, días de música desacompasada, en los que cualquier pequeño error amenaza con romper del todo una sintonía que, de momento, no aparece. Tiene que agarrar Xabi Alonso la batuta, dar un par de golpes secos en el atril y mandar callar, aunque entre los músicos empiecen a escucharse toses incómodas.