Me gusta mucho observar a alguien cuando está leyendo. Me encanta escrutar su rostro, estudiar los leves cambios que se producen en su gesto (cejas, párpados, borde de los labios) a medida que sus ojos recorren las líneas de texto y las palabras le resuenan ahí dentro, en lo que somos las personas más allá de cuerpo. Me gusta porque escribo (anhelando resonar, aunque sea un poco), pero me gusta sobre todo porque yo también leo. A veces, cuando lo hago, resulta que soy yo el observado. Estoy con un libro en el salón de casa y con el rabillo del ojo veo a mis hijos mirando, y pienso qué estarán pensando que yo estoy pensando, y si algún día se sumergirán en estas páginas que ahora sostengo, quizá buscando al padre en notas y subrayados. Otras también soy yo quien me observo a mí mismo cuando leo.

Me lo pregunto mucho, por qué leo. Me lo pregunto, aunque tengo una respuesta. Quizá lo hago, preguntarme tanto, precisamente para recordarme la respuesta. Leo porque anhelo, con toda el alma, dar de nuevo con lo que encontré a veces en otros textos (más de niño, de joven, el otro día), uno de esos pequeños milagros hechos de palabras que se esconden (a veces mucho, los jodidos) entre miles y miles de párrafos y que cuando los encuentras, oh, qué maravilla, sientes que esas letras así dispuestas suturan toda falta de sentido de la vida, del universo, del todo.

No es fácil. Hay que leer mucho para dar con una muy buena novela, y para una frase perfecta, o una pequeña combinación de dos palabras (bella en sí misma, como una pared bien tirada al borde del área), hay que leer aún más. Me pasó hace poco con Eduardo Halfon (“Sobre las láminas del techo retumbaba cada gota de lluvia, como al caer estuviera anunciando su propio nombre”), y antes con tantos y tantos autores que esta columna se quedaría corta si intento nombrarlos. El caso es que cuando me topo con una de esas frases, dos palabras mágicamente unidas, un párrafo brillante, me entran ganas de exclamar, como cierto narrador desde el Azteca, “Gracias Dios, por la literatura, por estas páginas”. No exagero. Quizá solo quien es lector puede comprenderlo.

Como a Amèlie, también me gusta escrutar los rostros de mis compañeros de sala en el cine y, por supuesto, los de mis correligionarios en la grada del estadio. Me encantan esos hinchas que llevan la procesión por dentro, los sufrientes, aquellos a quienes por sus gestos pareciera que les están operando de una hernia. Me pregunto: ¿qué estarán pensando ahora? Y también: ¿qué anhela encontrar en el estadio el hincha que sufre? Me lo pregunto en ellos, pero también en mí. Porque a veces me miro al espejo vestido con mis colores, antes de salir al estadio, o a la vuelta del templo. Como para el leer, tengo la misma respuesta: buscamos volver a vivir algo que nos llegó muy hondo antes (más de niños, de jóvenes, el otro día), un gol improbable o, quizá al revés, la celebración espontánea de la magia de un disparo rival al poste, a puerta vacía.

Hay que ver muchos, muchos partidos para encontrarse un momento perfecto. Pero cuando llegan, oh, cuando llegan. Pasó el otro día, con Escocia. Que me aspen si alguien esperaba un gol de chilena de un tipo llamado McTominay. Pero, ¿y el cuarto? Qué me dicen del cuarto. El cuarto gol de Escocia es la certificación de que la vida misma merece la pena de ser vivida, a pesar de los malos momentos, de los días grises, de la pesada y lenta rutina de la existencia.

Al ver el lanzamiento desde el medio del campo en el último minuto de Kenny McLean, al contemplar el balón surcando el cielo de Glasgow, atender a Schmeichel (hijo) corrigiendo la posición y finalmente, tras un instante de expectación que bien podría llenar el tiempo del universo entero, comprobar que el balón llegaba a su improbable destino, susurré las palabras, ahora sí, literales, de Victor Hugo Morales. Y cuando apagué el televisor pensé que cómo explicar a quien no entiende que los goles también resuenan aquí dentro de nosotros, como la buena literatura, en lo que somos más allá de cuerpo, y que, como una frase perfecta en medio de un mar de palabras, un gol improbable y bello, sí, también da sentido a la vida.