A inicios de los noventa, Barcelona vivía un momento decisivo: la ciudad se abría al mundo, renovaba su identidad urbana y apostaba por una modernidad que trascendiera los Juegos Olímpicos. En ese contexto de expectativas globales y entusiasmo local, la Torre de Collserola tomó forma como una intervención pensada para sumar al relato de una ciudad en plena transformación. Su autor, el británico Norman Foster, ya consolidado como figura clave de la arquitectura contemporánea, imaginó una estructura que no solo resolviera un desafío técnico: debía acompañar la ambición urbana de aquel momento. Pensada para concentrar y ordenar el complejo ecosistema de antenas de la sierra, la torre introducía un lenguaje nuevo, más fino, poético y visionario, ante un skyline que aún no intuía su propia evolución.

La Torre de Collserola: un icono para mirar el futuro torre collserola norman foster 2

La propuesta de Foster ganó el concurso con una idea clara: transformar una infraestructura técnica en un icono urbano. Barcelona necesitaba una gran torre de telecomunicaciones, sí, pero Foster entendió que aquel mástil situado en un parque natural debía dialogar con la montaña, la ciudad y la mirada de quienes la observarían desde abajo… y desde arriba. Un edificio público en el sentido emocional y urbano del término. La torre, con su cuerpo esbelto y su silueta casi escultórica, aspiraba a algo más que albergar señales: quería proyectar una actitud.

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La técnica al servicio de la belleza torre de collserola norman foster obra

El diseño de Collserola nació prácticamente cerrado desde los primeros bocetos. “Si miramos el modelo inicial y lo comparamos con lo construido, son casi idénticos”, recuerda el arquitecto de 90 años. Aun así, el proyecto se fue afinando durante la obra, especialmente en cuestiones de seguridad. La estructura suspendida, sostenida por un sistema de cables que finalmente se multiplicó hasta tres niveles, debía ser tan ligera a la vista como resistente ante cualquier eventualidad. La torre alcanzaría los 268 metros, con una columna de hormigón que se eleva hasta los 209 y un sistema metálico rematado por las antenas.

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El desafío mayor fue elevar el núcleo central, un cuerpo de trece plantas destinado a las emisiones televisivas. La operación, milimétrica, requería mover una pieza de enorme complejidad hasta los 84 metros de altura. El resultado fue una de las infraestructuras más atrevidas de la ingeniería española del momento, un hito técnico sin renunciar a la elegancia.

Un mirador que cambió la relación con la ciudad torre de collserola norman foster 1

Norman Foster insistió desde el principio en que la torre debía ser accesible. Su carácter público no era un detalle añadido: formaba parte de su significado. Quien ascendiera hasta su plataforma panorámica descubriría una Barcelona casi reinventada, abierta al mar, a la luz y al horizonte. En días despejados, decían entonces los ingenieros, sería posible ver Mallorca y distinguir la línea de los Pirineos.

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Esa decisión democrática, permitir que la ciudadanía subiera a una infraestructura eminentemente técnica, convertía la torre en un nuevo lugar de referencia. La comunicación, su razón de ser, se interpretaba aquí en sentido amplio: conectar puntos, sí, pero también perspectivas, recuerdos y aspiraciones colectivas.

Hoy, la Torre de Collserola sigue siendo esa aguja futurista que asoma desde cualquier rincón de la ciudad. No solo ordenó las antenas dispersas de la sierra, también introdujo un nuevo imaginario. Como dijo Foster, aquel era un símbolo del futuro. Y quizá lo sigue siendo.