Fumigación en un estacionamiento de La Habana, como parte de una campaña en busca de prevenir la propagación de la chikungunyaImagen: Norlys Perez/REUTERS
Hace apenas unos meses, «chikungunya» era una palabra impronunciable para la mayoría de los cubanos. Sonaba a un término lejano, propio de esas enfermedades exóticas que aparecen en los noticieros internacionales. Pero hoy ese vocablo extraño domina las conversaciones en las colas, las publicaciones en redes sociales y, lo peor, las preocupaciones de millones de personas en la Isla. Se ha convertido, sin discusión, en la palabra del año en Cuba.
Por todas partes se escucha: «A fulano lo tumbó la fiebre», «mengana lleva una semana sin poder mover las piernas», «los niños del edificio están con las articulaciones inflamadas» o «la vecina solo puede tragar gelatina”. La enfermedad ya no es estadística sino rostro, voz, debilidad. Tiene el olor a insecticida casero con que las familias intentan defenderse y el sonido del aleteo insistente de los mosquitos que entran por las ventanas.
Más de 50.000 cubanos permanecían ingresados, la pasada semana, por arbovirosis, entre ellas también está el dengue y el zika. La extensión del problema ya no se puede disimular. En provincias como Villa Clara, Camagüey y Holguín los hospitales se encuentran al límite, y en muchos municipios los médicos de familia admiten en voz baja que «esto está fuera de control». Pero mientras el chikungunya avanza, las autoridades han optado por la cautela. Primero fue minimizar la presencia del virus, luego limitarse a vagas referencias de «transmisión autóctona». Entre un comunicado ambiguo y otro más confuso aún, el país se fue llenando de fiebre, erupciones y rodillas adoloridas.
El deterioro epidemiológico no sorprende a nadie. Lo acompaña, como una sombra inseparable, el colapso de los servicios básicos. En numerosas ciudades la recogida de basura dejó de ser una labor diaria para convertirse en un acontecimiento esporádico. Montañas de desperdicios se pudren bajo el sol. A esa descomposición visible se suman los apagones, que obligan a abrir puertas y ventanas para soportar el calor nocturno, justo cuando el Aedes aegypti tiene su festín.
Luego está el agua: o llega sucia, o llega una vez a la semana, o llega con tan poca presión que obliga a almacenar en todos los envases que se tengan a mano. En ese ecosistema precario, los criaderos se multiplican, mientras el antiguo programa de lucha antivectorial –ese ejército de fumigadores e inspectores– desapareció por años. No se escuchó el ruido de la fumigación hasta, hace pocos días, cuando la alarma sanitaria obligó a reactivar una ínfima parte de aquella gigantesca campaña.
Las calles saben más que los boletines oficiales. Saben del anciano que pasó diez días con fiebre sin poder ser ingresado porque «no había camas» hospitalarias. Saben de la madre que, ante la falta de insecticida estatal, pagó la fumigación a un negocio privado por 1200 pesos, la cuarta parte de su salario mensual. Saben del joven que, a pesar de su fortaleza física, se estremece de dolor, como si cada hueso hubiera sido remplazado por un trozo de metal oxidado. Y saben de los testimonios de funerarias abarrotadas que corren, siempre más rápidos que la prensa oficial, siempre más sinceros que cualquier parte del Ministerio de Salud Pública.
Por eso, cuando alguien pronuncia «chikungunya», ya nadie pregunta qué quiere decir. Significa un país que apenas puede moverse y está a merced del mosquito. Una palabra impronunciable ayer se ha vuelto cotidiana hoy. Un vocablo que, lamentablemente, resume mejor que ningún otro este 2025 en Cuba.