Alrededor de la mitad de todas las muertes por cáncer podrían prevenirse modificando los factores de riesgo relacionados con el estilo de vida y el medio ambiente. A este respecto, la inactividad física –que está alcanzado proporciones de pandemia– es un condicionante clave, mientras que la actividad regular se vincula con menos incidencia, recurrencia y mortalidad de la enfermedad en adultos. Además, es una asociación independiente de factores de riesgo conocidos como el tabaquismo o la obesidad.
Primeras evidencias
Hace bastante tiempo que la comunidad científica sigue la pista a esas cualidades benéficas del ejercicio. Ya en 1921, Ivar Sivertsen y A. W. Dahlstrom postularon un efecto preventivo de la “actividad muscular” frente al desarrollo de tumores. Basaron su teoría en la observación de que la incidencia de carcinomas era mayor en granjeros norteamericanos ya jubilados y con un estilo de vida sedentario en comparación con sus coetáneos que permanecían físicamente activos hasta los setenta u ochenta años.
Además, los científicos observaron que los carcinomas rara vez se desarrollan en animales con altos niveles de actividad espontánea; por ejemplo, peces en libertad en comparación con peces de piscifactoría, o ratones frente a humanos.
De todos modos, en el siglo pasado aún no se contemplaba si tales efectos estaban vinculados a la función del sistema inmune, a pesar de que ya se había documentado en el maratón de Boston de 1902 el fenómeno de leucocitosis (proliferación de leucocitos o glóbulos blancos, células fundamentales de nuestras defensas) inducida por el ejercicio.
También se conocía el fenómeno de la inmunovigilancia, o sea, la capacidad del sistema inmunitario para detectar las células tumorales y destruirlas: Rudolf Virchow identificó en 1863 que los tumores a menudo estaban infiltrados por leucocitos, mientras que William Coley (considerado como “el padre de la inmunoterapia”) había intentado “condicionar” o sensibilizar el sistema inmunitario de sus pacientes, a través de la exposición a toxinas bacterianas, para tratar el cáncer en 1891.
Pero ¿qué sabemos hoy al respecto?
Un torrente de moléculas activado por los músculos
En primer lugar, tenemos que fijarnos en las propiedades fisiológicas del músculo esquelético (el que usamos cuando nos movemos), ya que este actúa, en cierta medida, como un órgano endocrino que libera decenas de moléculas señalizadoras al torrente sanguíneo. Incluyen principalmente proteínas o pequeños péptidos –por ejemplo, citocinas como la interleucina-6 (IL-6), IL-7, o IL-15–, ácidos nucleicos, lípidos y metabolitos como el lactato. Estas moléculas, que se denominan colectivamente “miocinas”, pueden circular libremente o viajar empaquetadas en unas vesículas microscópicas llamadas exosomas.
Además de ejercer funciones saludables a nivel metabólico y multisistémico (por ejemplo, mejoras en el control de la glucemia o en la quema de grasas), las miocinas producen efectos específicos sobre el sistema inmunológico. Por ejemplo, el músculo en contracción libera IL-6, que aumenta de manera exponencial con la intensidad y la duración del esfuerzo: de hecho, puede alcanzar un incremento de aproximadamente 100 veces sobre los niveles circulantes normales.
Aunque la IL-6 procedente de otras fuentes –como las células inmunitarias– tiene un papel sobre todo proinflamatorio, cuando se libera en el contexto del ejercicio provoca lo contrario: un efecto antiinflamatorio generalizado. Esto ocurre especialmente al inducir la liberación de otras citocinas con propiedades antiinflamatorias (IL-1RA o IL-10) y, a su vez, disminuir los niveles del factor de necrosis tumoral, que es una citocina con una potente función proinflamatoria.
Además, la IL-6 generada por el ejercicio puede unirse a los linfocitos con mayor capacidad para matar tumores –las células natural killer (NK)– y estimular su migración hacia esos tumores. Así lo demostró un grupo escandinavo en 2016, en un trabajo con ratones que dio la vuelta al mundo. Como en general las células NK infiltran muy poco los tumores, estos hallazgos eran prometedores.
El poder del ejercicio intenso y regular
Es importante señalar la importancia de la intensidad con que nos movemos. En los humanos, cada episodio “agudo” de ejercicio (caminar rápido, correr, pedalear, nadar…) de al menos 20 minutos de duración induce un considerable aumento transitorio de linfocitos. Afecta sobre todo a las células con un mayor número de receptores para la adrenalina –la hormona y neurotransmisor del estrés agudo–, que son precisamente aquellas con más capacidad de eliminar células tumorales: células NK, CD8+T y γδT, así como neutrófilos.
En suma, practicar ejercicio de manera intensa y con frecuencia produce dos efectos interesantes: la liberación regular de miocinas antiinflamatorias –hoy sabemos que la inflamación crónica es un sustrato de muchos tipos de cáncer en adultos– y un aumento de la infiltración de células inmunes en tumores. Esto último se ha demostrado, por ejemplo, en pacientes con cáncer de próstata (células NK) o de páncreas (células CD8+T).
Nuestros hallazgos
Además, a lo largo de dos décadas de investigación conjunta en la sección de Oncohematología del Hospital Infantil Universitario Niño Jesús y la Universidad Europea de Madrid, los autores de este artículo también hemos observado los efectos positivos de la actividad física en niños con cáncer.
Así, hemos mostrado cómo el ejercicio realizado en el hospital acelera la reconstitución de las llamadas células dendríticas (que estimulan la respuesta inmune) en niños que reciben un trasplante de médula ósea. Adicionalmente, el ejercicio puede disminuir el riesgo de infecciones a posteriori y mitigar los efectos debilitantes de la quimioterapia sobre la capacidad física.
Por otra parte, ratones con neuroblastoma de alto riesgo –uno de los tumores pediátricos más agresivos– que realizaron ejercicio en cinta rodante experimentaron un aumento de los infiltrados de células inmunes en el tumor. Este incremento afectó, sobre todo, a células mieloides, es decir, las citadas células dendríticas y los macrófagos M2, que parecen tener una acción antitumoral, al menos en modelos animales.
En resumen, no faltan las pruebas de que el ejercicio es un gran aliado para fortalecer y estimular la acción del sistema inmune contra el cáncer, tanto en niños como en adultos.