La enorme acumulación militar en el Caribe ha desatado especulaciones de que Estados Unidos está inmerso en su último capítulo de intervención directa en América Latina. Una idea que se ha visto reforzada en las últimas horas por la inclusión del cartel de los Soles en la lista de organizaciones terroristas que maneja el Departamento de Estado. La decisión coloca en la diana al presidente venezolano Nicolás Maduro y a altos cargos de su Gobierno.
Por ahora, al menos, el presidente Donald Trump ha dado marcha atrás en sus insinuaciones de que Washington está considerando lanzar ataques dentro de Venezuela, aparentemente satisfecho con atacar numerosos buques de guerra con el pretexto de una operación antinarcóticos. No obstante, la presencia estadounidense en la región se amplió la semana pasada con la llegada del portaaviones más grande del mundo: el USS Gerald R. Ford.
Como estudioso de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, sé que las acciones de la actual administración estadounidense se inscriben en una larga historia de intervenciones en la región. Si la escalada pasara de los ataques a barcos a una confrontación militar directa con Venezuela, tal agresión parecería algo habitual en las relaciones interamericanas.
Y, sin duda, los gobiernos de toda América Latina, tanto dentro como fuera de Venezuela, la situarán en este contexto histórico.
Pero, aunque recuerda a algunas prácticas cuasi piratas de la Marina de los Estados Unidos, el aumento del poderío militar actual no tiene precedentes en muchos aspectos clave. Y podría dañar las relaciones de Estados Unidos con el resto del hemisferio durante toda una generación.
Una historia de intervenciones
De la forma más evidente, el despliegue de una flotilla de buques de guerra en el sur del Caribe evoca oscuros ecos de la “diplomacia de las cañoneras”, el envío unilateral de marines o soldados para intimidar a gobiernos extranjeros, especialmente frecuente en América Latina. Fuentes fiables recogen hasta 41 casos de este tipo en la región entre 1898 y 1994.
De ellos, 17 fueron casos directos de agresión de Estados Unidos contra naciones soberanas y 24 fueron intervenciones de las fuerzas estadounidenses en apoyo de dictadores o regímenes militares latinoamericanos. Muchos terminaron con el derrocamiento de gobiernos democráticos y la muerte de miles de personas. Entre 1915 y 1934, por ejemplo, Estados Unidos invadió y luego ocupó Haití y pudo haber matado a unas 11 500 personas.

Un partidario venezolano de Maduro participa en una concentración contra la actividad militar estadounidense en el Caribe.
Federico Parra/AFP via Getty Images
Durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, Washington siguió dictando la política de América Latina, mostrando su disposición a responder a cualquier amenaza percibida para las inversiones o los mercados estadounidenses y respaldando dictaduras proestadounidenses como el régimen de Augusto Pinochet en Chile entre 1973 y 1990.
Los latinoamericanos, en general, se han irritado ante estas muestras tan evidentes del poder de Washington. Esta oposición de los gobiernos latinoamericanos fue la razón principal por la que el presidente Franklin D. Roosevelt renunció a las intervenciones con su política de “buena vecindad” en la década de 1930. Sin embargo, las intervenciones continuaron durante la Guerra Fría, con medidas contra los gobiernos de izquierda en Nicaragua y Granada en la década de 1980.
El fin de la Guerra Fría no supuso el fin definitivo de las intervenciones militares. Algunas fuerzas armadas estadounidenses siguieron operando en el hemisferio, pero, desde 1994, lo hicieron como parte de fuerzas multilaterales, como en Haití, o respondiendo a invitaciones o colaborando con los países anfitriones, por ejemplo, en operaciones antinarcóticos en los Andes y Centroamérica.
El respeto por la soberanía nacional y la no intervención –dos principios sagrados en el hemisferio–, especialmente en el contexto del aumento de la violencia relacionada con las drogas, ha acallado en gran medida la resistencia a la presencia de tropas estadounidenses en los países más grandes del hemisferio, como México y Brasil.
No es un simple reinicio de la Doctrina Monroe
¿Está Trump simplemente reviviendo una postura abandonada hace tiempo sobre el papel de Estados Unidos en la región?
Ni mucho menos. En dos aspectos clave, la agresión contra Venezuela o cualquier otro país latinoamericano en la actualidad, justificada por Washington como respuesta a la insuficiente aplicación de la ley contra el tráfico de drogas, representa un peligro sin precedentes.
En primer lugar, echaría por tierra la antigua justificación de la intervención armada estadounidense conocida como la Doctrina Monroe. Desde 1823, cuando el presidente James Monroe la anunció, Estados Unidos ha tratado de mantener a las potencias extranjeras fuera de las repúblicas del hemisferio.
Washington creía que, una vez que un pueblo latinoamericano ganaba su independencia, tenía derecho a conservarla, y la Marina de los Estados Unidos debía ayudar en la medida de lo posible. A principios del siglo XX, esa supuesta ayuda adoptó la forma de un policía que patrullaba el mar Caribe, ejerciendo lo que el entonces presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, denominó un “gran garrote” e impidiendo que los europeos desembarcaran y, por ejemplo, cobraran deudas. A veces esto se hacía haciendo desembarcar primero a los marines y trasladando el oro de un país a Wall Street.

Una caricatura de 1904 en el New York Herald muestra a los líderes europeos observando el poder naval estadounidense bajo la Doctrina Monroe.
Bettmann/Getty Images
Una ampliación del precedente de Panamá
Incluso durante la Guerra Fría, la Doctrina Monroe podía invocarse lógicamente para mantener a los soviéticos fuera del hemisferio, ya fuera en Guatemala en 1954, en Cuba en 1961, o en la República Dominicana en 1965.
A menudo, el vínculo soviético era débil, incluso inexistente. Pero aún quedaba un hilo tenue de mantener fuera una “ideología extranjera” que parecía mantener la relevancia de Monroe.
La doctrina murió de forma definitiva en 1989 con la invasión de Panamá para derrocar a su líder rebelde, Manuel Noriega, condenado por tráfico de drogas y culpable de destruir la democracia de su país. Nadie señaló a ningún cómplice fuera del hemisferio.
El derrocamiento de Noriega por unos 26 000 soldados estadounidenses podría ser el paralelismo más cercano a la persecución por parte de Trump de los supuestos barcos de drogas en el Caribe. Trump ya ha afirmado en repetidas ocasiones que el presidente venezolano Nicolás Maduro, al igual que Noriega, no es el jefe de Estado de su propio país y, por lo tanto, es procesable.
Más aún, ha afirmado que el líder venezolano es el jefe de la banda Tren de Aragua, que ha sido designada “organización terrorista extranjera” por las autoridades estadounidenses. De ahí a pedir –y promover– el derrocamiento de Maduro con el pretexto de eliminar a un “narcoterrorista” internacional no hay más que un paso. Un paso que ha quedado confirmado este 24 de noviembre al entrar en vigor la declaración por parte del Departamento de Estado del cartel de los Soles como organización terrorista y situar al frente de la misma a Nicolás Maduro.
Pero incluso ahí, el paralelismo con Panamá diverge de manera crucial: un ataque estadounidense contra Venezuela sería muy diferente en escala y geografía. El país de Maduro es doce veces más grande y tiene aproximadamente seis veces más población. Sus tropas activas suman al menos 100 000 efectivos.

Foto de 1989 del cuartel general de las Fuerzas de Defensa de Panamá bombardeado tras ser destruido en la invasión estadounidense de Panamá.
AP Photo/Matias Recar
¿Otro Irak?
De todas las invasiones y ocupaciones estadounidenses en América Latina, ninguna ha tenido lugar en Sudamérica ni en un país grande.
Es cierto que las tropas de EE UU invadieron México varias veces, a partir de 1846, pero nunca ocuparon todo el país. En la guerra de México, las tropas estadounidenses se retiraron después de 1848. En 1914, ocuparon una sola ciudad, Veracruz, y en 1916 persiguieron a Pancho Villa en la Expedición Punitiva. En todos estos episodios, se comprobó que tomar zonas de México era costoso e improductivo.
Un cambio de régimen provocado por Estados Unidos en un país soberano hoy en día, como en Venezuela, probablemente desencadenaría una resistencia masiva no solo por parte de su ejército, sino en todo el país.
La amenaza de Maduro de una “república en armas” en caso de que Estados Unidos invadiera podría ser una bravuconada, pero tambien podría no serlo. Muchos expertos predicen que tal invasión sería un desastre. Es más, Maduro ya ha solicitado ayuda militar de Rusia, China e Irán. Incluso sin esa ayuda, la movilización de los activos estadounidenses en el Caribe no garantiza el éxito.
Y aunque a muchos gobiernos del resto del hemisferio sin duda les encantaría expulsar a Maduro, les disgustaría el método utilizado para ello. Los presidentes de Colombia y México han criticado los ataques, y otros han advertido acerca del resentimiento que se generaría en el hemisferio si se produjera una intervención.
En parte, esto se debe al pasado intervencionista de Estados Unidos en América Latina, pero también proviene de un instinto de supervivencia, especialmente entre los gobiernos de izquierda que ya han despertado la ira de Trump. Como dijo el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, “si esto se convierte en una tendencia, si cada uno piensa que puede invadir el territorio de otro para hacer lo que quiera, ¿dónde queda el respeto por la soberanía de las naciones?”.
Venezuela, contrariamente a lo que afirma la Casa Blanca, no es un gran productor ni punto de tránsito de narcóticos. ¿Qué pasaría si Trump dirigiera su mirada hacia otros gobiernos aún más comprometidos con la corrupción relacionada con las drogas, como México, Colombia, Bolivia y Perú? Nadie quiere ser la siguiente ficha de dominó.