Hay quien alcanza enriquecidas cotas de obsesión en términos de creatividad audiovisual con la imagen y la memoria, como le ocurrió a la directora de «My Mexican Bretzel», Nuria Giménez, quien a raíz del descubrimiento de un tesoro familiar –bobinas de celuloide encontrada en el sótano de la casa de su abuelo en la localidad suiza de Kilberch, después de su fallecimiento– emprendió un viaje de siete años de experimentación, análisis, observación y descubrimiento (llegó a visionar algunas tomas hasta 90 veces) con el hermoso material de filmaciones en las que figuraban escenas de cotidianidad sentimental entre su abuelo y una mujer llamada ficticiamente Vivian Barrett viajando por Europa rodadas entre la década de los 40 y los 60.
Hay quien simplemente deja que ese acopio de recuerdos en movimiento termine consumiéndose en el interior de las paredes de un contenedor o extinguiéndose en las esquinas inmateriales de la cabeza y hay quien se ofrece a digitalizar toda esa madeja visual de acumulaciones de vida para otorgarle un lugar privilegiado a la trascendencia de los días y a la densidad del paso del tiempo. Vacaciones de 1946 en Saint-Palais-sur-Mer, una rohmeriana comuna francesa situada en el atlántico enclave costero de Charente-Maritime. Dos familias reunidas en las costuras geográficas de la playa se parapetan con el escudo de sus brazos de un sol radiante mientras delegan involuntariamente en sus respectivos hijos la radicalidad de un acontecimiento único que está a punto de suceder: el enamoramiento. «Los jóvenes en el agua son mis padres, unos días después de conocerse, conociéndose», se fascina Pascal Siméon.
«En el minuto 6:07, se puede ver a mi padre coqueteando con mi madre llevándola a dar un paseo en canoa. Tenían 20 y 19 años. Es un privilegio tener acceso a estos fragmentos de la historia familiar», aduce emocionado. Tras la muerte de su padre, Siméon se sumergió en las colecciones que se desperdigaban imparables por el sótano, el garaje y tres amplias habitaciones de la casa familiar en el centro de Lyon. Durante más de cincuenta años su padre había reunido miles de objetos recogidos en mercadillos los domingos por la mañana. Catalogarlos les llevó un año a Pascal y a sus hermanos. Esta obra colosal dio lugar al descubrimiento de una caja de películas rodadas por su abuelo materno entre 1936 y 1957. En noviembre de 2024 decidió llevar esta caja a la asociación itinerante Ofnibus, financiada por el Ministerio de Cultura francés desde 2018, que digitaliza gratuitamente películas amateurs antiguas con el objetivo de preservar la memoria local. Sabía que contenía una imagen inédita: la visita de Auguste Lumière, inventor del cine (junto con su hermano Louis) y amigo de la familia, al jardín de sus padres tras el nacimiento de su hija en el 46.
Durante los últimos cuatro años, Ofnibus ha recorrido Francia -ya podrían tomar nota aquí- de forma encomiable para recolectar «objetos cinematográficos no catalogados». Margot Lestien, la responsable de la colección de Ofnibus, advertía en un reportaje publicado en Le Monde hace apenas unos días, sobre la urgente necesidad de preservar el patrimonio del cine amateur, que con demasiada frecuencia acaba en la basura. De cuatro a cinco veces al año, durante unos días de residencia, Ofnibus se instala con sus 500 kilos de equipo para inventariar y digitalizar películas amateur del siglo XX filmadas en una zona específica de Francia.
«La gente suele pensar que sus películas familiares no interesan a nadie», lamentaba Lestien. Pero cada escena preñada de cotidianidad y ligereza, desprovista de la impostura natural del filtro de la ficción, cada boda, cada jornada escolar, cada entrenamiento de fútbol, cada mano cogida en mitad del campo, abre la puerta de una enorme ventana compartida que advierte de una idea en apariencia reduccionista pero no por ello irreal: no hemos cambiado casi nada. Somos nuestros abuelos y los de los otros. Somos las abuelas de nuestras abuelas pero también de sus amigas. Nos reflejamos con identitaria simulación de espejo en los gestos de nuestros padres. Sólo al final de las residencias, con la proyección pública de una selección de fragmentos editados por un editor profesional, «todos comprenden cómo estos fragmentos de la vida cuentan una historia más amplia».
Al finalizar cada residencia, la asociación cede todas las películas a sus propietarios, quienes conservan los derechos, así como a archivos y asociaciones locales. La memoria familiar privada se parece mucho a la colectiva, tiene mucho de parentesco secreto, de filiación mágica, de sorprendente mimetismo. Al final todos estamos hechos de lo mismo: los mismos miedos agujereados, los mismos destellos intermitentes de felicidad paladeada, de tragedia sobrevenida, de inevitable destino, los finísimos placeres, los deseos, las consecuencias, las decisiones, las mismas búsquedas, la misma mirada, el mismo amor captado.