Es domingo, es invierno, es Madrid. El avión en el que viaja Cristina Rivera Garza (Heroica Matamoros, México, 1964) aterriza en la ciudad, ella deja las cosas en el hotel y se acerca al teatro, apenas sin tiempo para aterrizar ella misma. ¿Cuánto se tarda en pisar el suelo, cuánto se tarda en estar donde se está? Son las siete de la tarde, hace frío, ya es de noche: repito, es invierno. Ella sigue en esa suerte de duermevela, de hechizo. Sobre el escenario del Condeduque, un montón de cajas con papeles, administrativos, íntimos, como único decorado. También hay una luz –eso lo descubriremos luego– que guía la mirada: será un faro. Es un faro en el misterio. La gente entra, se sienta frente al escenario y detrás de él.

No hay un detrás, la tarima es una plaza, la acción transcurre en varias direcciones, igual que en la vida. El director de la obra, Juan Carlos Fisher, avisa de que estamos en un ensayo general: puede suceder que en un momento dado pare la … representación para dar indicaciones por megafonía, tal vez técnicas, tal vez dramáticas. Pero no sucede. Lo que sucede es otra cosa. Lo que sucede sucede dentro de un pecho, y sucede en cuanto la actriz, Cecilia Suárez, que es una actriz y muchos personajes, hombres y mujeres, encarna de pronto a la protagonista y abre los brazos, como abarcando el mundo, la vida, el tiempo.

«Me impactó mucho. Ella empezó a moverse de unas maneras que yo recuerdo haber visto a Liliana, así, de la misma manera. Qué tan poderoso no será el teatro, que en ese momento, con lo cansada que venía del viaje, con el impacto de todo lo que estaba viendo, de repente dije: pero es que Liliana está aquí. Está aquí. Me tomó segundos salirme de ese encantamiento, de esa posibilidad. Qué cosa tan poderosa», dirá Rivera Garza al día siguiente, a un par de calles del lugar de los hechos.

La obra se llama ‘El invencible verano de Liliana’.

Liliana era su hermana. Es su hermana.

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Liliana Rivera Garza fue asesinada el 16 de julio de 1990 en la Ciudad de México, en su casa de la Calle Mimosas, 658, en la colonia Pasteros, Delegación Azapotzalco. La asfixió su exnovio, Ángel González Ramos, que había sobornado a unos toxicómanos de la zona para conocer todos los movimientos de la víctima. En cuanto supo que la policía lo buscaba –era el principal sospechoso: había testigos que lo habían visto en el lugar del crimen, aunque nadie oyó la muerte aquella noche– se dio a la fuga, y el de Liliana se convirtió en uno de los muchos feminicidios no resueltos en México.

Veintinueve años, tres meses y dos días después, su hermana, la escritora Cristina Rivera Garza, solicitó una copia completa del expediente de investigación en la Procuradoría de Ciudad de México. Ahí empieza el relato de ‘El invencible verano de Liliana’, el libro que convirtió a su autora en premio Pulitzer en 2024: el libro que había estado intentando escribir toda su vida, el libro por el que se había hecho escritora. «Me lo pregunto en silencio: ¿Por qué me tardé tanto? Pasan tantas cosas en treinta años. Pasa la muerte, sobre todo. No deja de pasar. La muerte de miles y miles de mujeres. Sus cadáveres aquí, rondando. Atrás del hombro. En los pliegues de las manos, que se aprietan. En la comisura de los labios. Atrás de las rodillas, cuando se flexionan. Pasan aquí, al lado, a mi lado; no dejan de pasar», escribe en ese libro, que no empezó como un libro sino como un deseo: reabrir el caso de Liliana, buscar justicia. ¿Existe la justicia? ¿De verdad existe? «A veces toma treinta años decir en voz alta, decirlo en voz alta ante un empleado del sistema de justicia, que uno busca justicia. A veces se necesita todo ese tiempo para regresar a Azcapotzalco y sentarse bajo la fronda inaudita de un árbol y escuchar, temblando de miedo, llena de incredulidad, el improbable canto de los pájaros».

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Hace treinta y cinco años, cuatro meses y ocho días que mataron a Liliana. Cristina Rivera Garza se sienta al lado de la mujer que no es Liliana pero que fue Liliana durante unos segundos, y que volverá a serlo durante varias representaciones. Se acaban de conocer. Ella se llama Cecilia Suárez.

¿Cómo se convierte una en Liliana, cómo habita una vida que no es la suya? La actriz suspira y dice: «Siempre me da un montón de pudor hablar de lo que hacemos. Siento que los actores y las actrices siempre nos tenemos por más interesantes de lo que en realidad somos. Y hablar de esto delante de Cristina: qué gran pudor». «Yo no tuve pudor. Te toca, te toca», le anima la aludida. «Fueron muchas fotografías, las más que pude pescar. No es fácil, no es fácil. No hay acceso a tantas. Y obviamente revisité el libro, leí otras cosas que había escrito Cristina, vi entrevistas de Cristina, vi un montón de material en vídeo que hay de ella hablando de esto. Y con todo ese bagaje que fui recolectando, construyendo, di rienda suelta a la imaginación y a los sentidos. Dejé que los sentidos también me hablaran: que la palabra que está escrita, o transcrita, que ese lenguaje me dijera cómo era el personaje, cómo era Raúl, cómo era Liliana [deja un silencio]. Hay así como un viento que pasa y te dice: ahí [con voz de susurro]. Y por ahí empiezas a investigar. Hay que dejar que toda esa información se vaya asentando dentro de ti para que después esa cosa mística del teatro te diga por dónde ir».

Luego dirá: «Yo tenía la posibilidad de contactar a Cristina [y Cristina la está mirando]. Estuve dudando: ¿la contacto o no la contacto, hago mis preguntas, no las hago, me las guardo? Y en un momento dado tuve la claridad asistida [y mira hacia arriba, señala al cielo, aunque estamos en un interior] y dejé volar la imaginación para traer esos personajes al escenario, dejé que la historia llegara a partir de lo que se sentía desde el papel, desde la palabra. Dejé que eso floreciera en ese nuevo estado que es un escenario teatral».

Por ahí habla el padre, la madre, el amigo, la hermana. Por ahí habla Liliana.

«Qué poderoso», apostilla la escritora, que luego escribirá en su cuenta de Instagram: «Es un milagro».

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La literatura, ¿sirve para abrir heridas o para cerrarlas? ¿La literatura es cicatriz o trauma? ¿O ambas? ¿O ninguna? ¿O es otra cosa? «Estaba reflexionando sobre eso, porque mi proceso de acercarme a la obra ha sido de extrañamiento. Antes solo había tenido acceso al texto teatral [que firma Amaranta Osorio], y me aproximé a él como me aproximo a las traducciones: me preocupaba menos la fidelidad y más que se construyera una versión en el nuevo lenguaje, en el lenguaje de destino, que produjera las sensaciones que yo buscaba, y que efectivamente encontré en mí al ver la obra. Ir al teatro fue como aproximarme a mi libro por primera vez, y aproximarme a mi libro por primera vez implica también aproximarme a la herida por primera vez. ¿Qué te digo? No creo en la capacidad terapéutica de la escritura. Creo que el único alivio tendría que venir de que nunca existiera jamás otro feminicidio. Ese sería el cambio, digamos, fundamental. Pero tampoco puedo negar que contar estas historias de esta otra manera, implicándome en la realidad del cuerpo, en la conexión comunitaria, no puedo negar que eso ha cambiado mi experiencia del duelo, la experiencia de mi familia de duelo, me ha dado una conexión con una comunidad de dolientes de la que yo había discutido mucho intelectualmente, pero que en la experiencia concreta ha sido radicalmente transformadora. Eso es lo que te puedo decir».

Cecilia Suárez recoge el testigo: «Yo creo que sí. Yo creo que para sanar la herida hay que tocarla, y que justamente por eso el libro de Cristina es tan poderoso, porque toca ahí donde duele y cura al mismo tiempo. Y creo que parte de esta historia tiene ese don. Yo lo he visto en los ensayos con público, y es curioso. Un día llegué preguntando a los hombres que estaban allí por qué el discurso feminista les genera tanta incomodidad. Porque para nosotras es un bálsamo. Para nosotras es entender que eso que tú sentiste sí existe, sí tiene nombre, sí tiene razón para incomodarte, sí genera esa vibración tan ruda, tan violenta, dentro de una. Los veía como se congelaban con la pregunta misma. No me contestaron nada. Y eso es interesante. Ojalá los hombres también se lleven preguntas de la obra, porque el teatro al final de cuentas es para eso, para aventar preguntas al aire y que te las lleves si estás con ánimo de llevártelas».

«No sé si es un consuelo, pero compartir el dolor es una forma de lucha»

De nuevo Cristina Rivera Garza: «No puedo negar, como está diciendo Cecilia, que hay una transformación. Contar historias no es un acto inocente o inocuo. Hay algo que cambia en la persona que cuenta, en la persona que escucha, en el acto del intercambio. Por desgracia, la realidad a veces es muy terca. Para mí fue una reflexión importante durante la escritura del libro el lugar de la culpa, que es algo de lo que se habla usualmente con gran facilidad: la culpa del sobreviviente. Y después decía yo: sí, la culpa está ahí, pero hay una cosa más profunda que regresa continuamente y es esa vergüenza, una vergüenza que parte fundamentalmente del hecho de no haber podido defender lo que más quieres, y que te incapacita incluso en momentos radicales para reclamar justicia por parte del Estado. Eso también entra en juego en la historia. Mentiría si te digo que todo está igual. Nos hemos estado aproximando a ella, a la vergüenza, tocándola de alguna manera desde distintas perspectivas. Y ojalá fuera removible. Hay de repente acciones, preguntas, cosas que veo que me regresan de inmediato a esa sensación de vergüenza. Cada vez es menos, la visita a la vergüenza. Pero es poderosa».

Otra pregunta más: ¿para qué sirve compartir el dolor? ¿Sirve de consuelo, tal vez, o lo que se busca es otra cosa? «No sé si es un consuelo, pero compartir el dolor es una forma de lucha, definitivamente es eso –responde Rivera Garza–. Cuando vivimos en sociedades con discursos patriarcales tan normalizados, a veces no se pueden decir las cosas directamente por falta de lenguaje, por represión, por procesos varios. Y creo que es en el lenguaje del dolor donde nos acercamos al cuerpo y ahí, en lo que contamos, en nuestro dolor, va implícita una crítica a lo que causa el dolor. Hablar del dolor no es un proceso de victimización o de derrota: al señalar el dolor y las causas que lo producen, al señalar un sufrimiento social, estamos de una o de otra manera tocando, haciendo una crítica fuerte, radical, acerca de lo que causa esto que nos vulnera y que nos deja inermes frente al mundo. A lo mejor el punto final de todas es el consuelo. Ojalá que sí. Pero mientras llegamos ahí hay un proceso de lucha constante, de alerta crítica, al que me parece importante estar regresando continuamente. En ese sentido, no creo que el dolor sea algo que debamos superar. Cuando te dicen: supéralo, regresa a tu vida. No, no vamos a regresar a la vida. La vida no puede ser la misma. Esto no iba a ser así. Hablar de eso, insistir una y otra vez significa que estamos en pie de lucha».

—La posibilidad del olvido ni la contempla, entonces.

—No, ¿pero por qué tendría que hacerlo? En el libro digo que el duelo es el fin de la soledad: es así. Desde mi juventud crecí con una conversación muy rica con Liliana. Llego al teatro y está ahí. Es una relación que yo fui estableciendo con ella, una conversación que está en mi columna vertebral. ¿Por qué tendría que dejarla ir? ¿En nombre de qué normalidad tendría yo que dejar ir una compañía que es generosa, nutritiva, fructífera? Esa es la pregunta.

Imagen principal - Sobre estas líneas, Cecilia Suárez como Liliana Rivera Garza en 'El invencible verano de Liliana'. Abajo, la actriz y la escritora Cristina Rivera Garza

Imagen secundaria 1 - Sobre estas líneas, Cecilia Suárez como Liliana Rivera Garza en 'El invencible verano de Liliana'. Abajo, la actriz y la escritora Cristina Rivera Garza

Imagen secundaria 2 - Sobre estas líneas, Cecilia Suárez como Liliana Rivera Garza en 'El invencible verano de Liliana'. Abajo, la actriz y la escritora Cristina Rivera Garza

Sobre estas líneas, Cecilia Suárez como Liliana Rivera Garza en ‘El invencible verano de Liliana’. Abajo, la actriz y la escritora Cristina Rivera Garza
Nacho Sweet/Ignacio Gil

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El médico forense estableció las 5:00 de la madrugada como la hora oficial de la muerte de Liliana. Es difícil saber lo que hizo antes. Por la tinta de su último cuaderno (el ‘Cuaderno Cuatro’), puede que estuviera transcribiendo los poemas que estaba leyendo. El primero que aparece en esas páginas es ‘Presencia’, un soneto que José Emilio Pacheco dedicó a Rosario Castellanos, que murió electrocutada al intentar encender una lámpara en Jerusalén. «¿Qué va a quedar de mí cuando me muera / sino esta llave ilesa de agonía, / estas pocas palabras en que el día / deja cenizas de su sombra fiera? // ¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera / esa daga final? Acaso mía / será la noche fúnebre y vacía / que vuelva a ser de pronto primavera. // No quedará el trabajo ni la pena / de creer y de amar. El tiempo abierto / semejante a los mares y al desierto, // ha de borrar la confusa arena / todo lo que me salva o encadena. / Mas si alguien vive yo estaré despierto».

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En ‘El invencible verano de Liliana’, la víctima no es una víctima: es una hermana, una mujer con todo por delante. Tenía veinte años. Estaba estudiando arquitectura. Escribía compulsivamente. Estaba muy viva hasta que murió.

Habla su hermana: «Cuando contamos historias de violencia o en las que participa la violencia, se suele poner un énfasis desmedido, a veces único, sobre el crimen en sí. Y por supuesto que hay que hablar de eso. Por supuesto que hay que poner atención ahí, que hay que hacerlo parte también de una discusión pública. El problema, sin embargo, es que cuando hacemos solo eso dejamos la vida, la riqueza de una vida, fuera. Y el peligro cuando eso ocurre es que realmente no podemos tener una cercanía orgánica importante con lo que estamos tratando de contar. A mí, en el libro, me interesaba desentrañar las fuerzas sociales, culturales, que participan de ese tipo de violencia, pero sobre todo me interesaba honrar la vida de Liliana, una muchacha de veinte años con el mundo por delante, con sueños, con pasiones, con contradicciones, con claroscuros. Me parecía que dentro de las cosas que puede hacer la escritura, una es aproximarnos a la experiencia de otra persona, no solo oír una historia o enterarnos de una historia, sino pasar por la experiencia de alguien más: atravesarla. Y mi intención era esa, humildemente y también descabelladamente: utilizar las herramientas de mi oficio para hacer que Liliana pudiera ser amiga de Cecilia, de todos, que el lector se sintiera parte de una comunidad cercana. Creo que es la única manera en la que nos podemos realmente preocupar y poner atención, que es uno de los actos de generosidad más radical que podemos hacer».

«Prestar atención es uno de los actos de generosidad más radical que podemos hacer»

Cecilia Suárez suspira cuando recuerda los retos del papel. «Lo más difícil fue honrar esta vida, la vida de Liliana. Lograr que Liliana estuviera ahí presente. Era una responsabilidad: dar vida a Liliana. Porque Liliana está viva en la obra. Esa es la justicia cósmica de la que habla Cristina al final de libro, una justicia que el escenario y el teatro nos permite, nos regala. Y eso es un honor y una responsabilidad enorme. Enorme».

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Después de publicar el libro, Cristina Rivera Garza recibió una información trascendental: alguien había identificado al asesino de su hermana viviendo al sur de California con otro nombre. Hace muchas pausas cuando lo cuenta. «Hemos llegado al punto de saber que alguien con el nombre de Michelangelo Giovanni, en cuyo (…) Era el año de la pandemia, cuando todos los funerales se hacían online. Entonces, alguien con el nombre de Michelangelo Giovanni, y cuya información visual y de certificados y demás corresponde a la de Ángel González Ramos, esa persona murió ese día 2 de mayo del 21. Lo que falta por hacer, lo que le falta por hacer a las autoridades mexicanas, cuando ya está todo hecho, todo puesto ahí sobre la mesa, es ratificar eso, confirmar eso, decir si son la misma persona o no. Tengo esperando años que hagan eso, pero no lo han querido hacer, no lo han podido hacer, no lo han hecho. Está el caso a la vez empantanado y abierto», dice.

Luego deja un silencio. Y continúa: «Conforme va pasado el tiempo, y he conocido a personas en el ámbito no solo del derecho… Yo tenía una idea de la justicia sobre todo centrada en lo penal. Y aunque estaba al tanto de las discusiones sobre la justicia restaurativa, sobre los procesos de justicia restaurativa, no había entrado en mi radar, no lo contemplaba. Y ahora creo que hay algo importantísimo que ha pasado y que está pasando con cada lectura del libro de Liliana, con cada invocación de Liliana. Cuando Cecilia dice que quieren honrar su vida, estamos hablando también de una verdad. Eso es algo que le preocupa mucho a la justicia restaurativa. Cuando invocamos a Liliana estamos participando también de un proceso de memoria colectiva. Hay ahí una forma de justicia que creo que es importante. Que es material, que es real. Se trata de una justicia no solo humana, sino de una justicia cósmica, que involucra todos los elementos materiales de nuestra existencia. Yo creo en eso. Así que en un sentido pedestre, superficial, el caso está abierto, empantanado. Pero en otro sentido, todos los que participamos de la lectura de Liliana, todos los que participamos de su vida, creo que de una u otra manera estamos ahí, llevando a cabo esta justicia restaurativa, que es una justicia cósmica».

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En el ‘Cuaderno Cuatro’ de Liliana había otro poema de José Emilio Pacheco. Se llama luz y silencio, y dice así: «Todo lo que has perdido, me dijeron, es tuyo. / Y ninguna memoria recordaba que es cierto. // Todo lo que destruyes, afirmaron, te hiere. / Traza una cicatriz que no lava el olvido. // Todo lo que has amado, sentenciaron, ha muerto. / Porque en la sombra hay algo que acabó para siempre. // Todo lo que creíste, repitieron, es falso. / Cayeron las palabras en que empezó tu tiempo. // Todo lo que has perdido, concluyeron, es tuyo. / Una luz fugitiva anegará el silencio».