Hace unos días, Joan Tardà decía que nunca, nunca el catalanismo político había sido xenófobo. Bueno, será que la memoria guarda lo que más duele y perjudica, pero para quienes convivimos con el racismo, el discurso de Sílvia Orriols no es nada nuevo. Digo yo que Convergència i Unió sería catalanismo político, ¿no? Pues no hay más que ir a la hemeroteca para descubrir las tantas veces que se lanzó un discurso excluyente desde esa posición. Por no hablar de las políticas que tenían como objetivo perjudicar a la población inmigrante.
Acuérdense de Vila d’Abadal en Vic, que ya llevó a cabo un mobbing antiinmigración usando herramientas como el padrón para impedir el acceso a derechos. Que le pregunten a esa otra inmigración venida del resto de España si el catalanismo ha sido o no xenófobo. Ahí tienen a una Ferrussola pidiendo que catalanizáramos nuestros nombres. Y en las filas republicanas también han tenido su Heribert Barrera, o su comunitarismo ya con Junqueras, que parece inclusión pero no es más que fomentar que cada uno siga encerrado en su tribu: con «su» cultura y «sus» costumbres, pero votando por la independencia.
No era xenofobia, pero durante el procés a no pocos catalanes —de los de ocho apellidos o de los de uno y medio— se nos retiró el carné a todos los que no veíamos clara la propuesta que defendían sus líderes. Entonces el enemigo era el llamado «unionista», el «ñordo» españolista. Ahora es el moro. Que no tuvo nada que ver con el pinchazo procesista, pero como es más pobre y no cae bien, pues «fot-li», que decimos aquí. Se demuestra así que el racismo es cosa de cobardes, muy cobardes.