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Polonia, Rumanía, Moldavia, Lituania, Letonia… Las violaciones del espacio aéreo y los avistamientos de drones sobrevolando infraestructuras críticas y militares en Europa han aumentado en los últimos meses. Las investigaciones apuntan a Rusia. Según el Center For Strategic & International Studies, los ataques rusos en suelo europeo ya se habían triplicado de doce en 2023 a 34 en 2024, y la tendencia ha seguido al alza y más agresiva en 2025. La invasión de Ucrania supuso un punto de inflexión en la relación entre Moscú y Europa, aumentando las tensiones como no se había visto desde el final de la Guerra Fría.
Desde que llegó al poder en el año 2000, Vladímir Putin ha centrado sus esfuerzos en devolver a Rusia el estatus de gran potencia perdido tras el colapso soviético. Desde entonces, Moscú ha tratado de mantener y expandir su influencia en los países que antaño formaron parte del bloque comunista. El ingreso de muchos de estos Estados a la Unión Europea y la OTAN, en busca de prosperidad económica y garantías de seguridad, ha generado en el Kremlin una creciente frustración y percepción de cerco estratégico, alimentando la idea de que Occidente avanza sobre lo que considera su esfera de influencia natural.
Las guerras en Georgia, Siria o Ucrania ya han demostrado que Rusia está dispuesta a usar la fuerza para alcanzar objetivos políticos, aun asumiendo enormes costos. Pero las hostilidades sistemáticas indican que la confrontación con Europa va más allá de Ucrania. Moscú busca recuperar la influencia perdida y debilitar la cohesión europea empleando estrategias de presión, sabotajes y acciones encubiertas. Si escala el conflicto y lanza una ofensiva sobre los países bálticos o Polonia, como ya advierten algunos servicios de inteligencia europeos, Europa estaría en una situación muy comprometida para la que no está preparada.
Rusia y la “zona gris” en Europa
La política exterior rusa tiende cada vez más a confrontar con Occidente. Este proceso comenzó en 2008 con la intervención militar en Georgia, y se consolidó en 2014 con la anexión ilegal de Crimea y el apoyo a las milicias prorrusas en la guerra del Donbás. Finalmente, la invasión de Ucrania en 2022 culminó una trayectoria orientada a redefinir el papel de Rusia en el mundo y a desafiar el orden de seguridad europeo surgido tras la Guerra Fría.
Desde entonces, Rusia ha establecido en Europa una “zona gris”, un espacio intermedio del conflicto entre la paz y la guerra. Su principal propósito es modificar el statu quo que la potencia que la aplica considera desfavorable a sus intereses. De esta manera, las potencias compiten de forma ambigua y calculada, manteniendo la tensión bajo control para evitar una guerra abierta. Los actos de sabotaje, subversión y las violaciones del espacio aéreo en Europa, lejos de ser episodios aislados, son estrategias híbridas. Estas estrategias sincronizan instrumentos de poder militar, diplomático, informacional, económico y tecnológico. El objetivo es influir y presionar en varios frentes combinando operaciones encubiertas, campañas de desinformación, presión económica, ciberataques y acciones militares asimétricas.
La campaña de sabotajes se ha centrado en infraestructuras de transporte, instalaciones militares e industriales, e infraestructuras críticas. La mayoría de estos ataques están vinculados con la ayuda militar a Ucrania. Según varias investigaciones periodísticas, los servicios de inteligencia rusos, en especial el GRU, están reclutando tanto a ciudadanos europeos como a rusos residentes en Lituania, Austria, Reino Unido o Bulgaria, incluidos miembros de organizaciones criminales. Su objetivo es conformar células dedicadas al sabotaje y la subversión. En el Reino Unido, tres ciudadanos de nacionalidad búlgara fueron condenados en marzo por espionaje y pertenencia a una célula que planeaba secuestrar y asesinar disidentes políticos.
Algunos reclutados estarían siendo captados a través de redes sociales y de mensajería como Telegram. Las recompensas se pagan en criptomonedas, un método que dificulta el rastreo del dinero y garantiza un alto grado de anonimato para reclutadores y colaboradores. Pese a todo, no todas las personas reclutadas son profesionales ni tienen experiencia o entrenamiento, lo que limita la efectividad de algunas operaciones más complejas.
Rusia también ha violado el espacio aéreo europeo con drones y cazas decenas de veces. Estas incursiones son una forma de poner a prueba la voluntad y la capacidad de respuesta de los países de la OTAN. La principal ventaja de estas operaciones es que, al ser de baja intensidad y poco alcance, Rusia puede llevarlas a cabo sin desencadenar una escalada bélica. Estas maniobras forman parte de una estrategia de presión y hostigamiento que combina demostraciones de fuerza, operaciones encubiertas y sabotajes.
Entre estas últimas destaca la denominada “flota fantasma” rusa. Esta flota está compuesta por buques aparentemente civiles que operan al margen de controles internacionales, con banderas de conveniencia o registros falsos, lo que permite a Moscú evadir sanciones para exportar recursos estratégicos. Más allá de su función económica, la flota fantasma cumple un papel militar y de inteligencia, participando en operaciones encubiertas y ataques a oleoductos, gasoductos o cables submarinos. El pasado octubre, por ejemplo, Francia llevó a cabo una operación de abordaje de un petrolero ruso, a cuya tripulación se la investiga por posibles vínculos con los ataques con drones en Dinamarca.
Las operaciones rusas también abarcan el plano político. Rusia ha apoyado y financiado ilegalmente oenegés encubiertas, organizaciones civiles y movimientos políticos secesionistas y euroescépticos, tanto de extrema derecha como de extrema izquierda. En este contexto, Moscú ha intentado interferir y manipular procesos electorales en Rumanía, Moldavia y Georgia, así como Ucrania en 2014 y 2019 y Estados Unidos en 2016. Estas operaciones suelen incluir campañas de desinformación, financiación opaca, redes de influencia y acciones para erosionar la confianza ciudadana en las instituciones democráticas. Con ello, Moscú busca favorecer a los movimientos políticos críticos con la UE, con la OTAN o partidarios de un mayor acercamiento a Rusia. Algunos casos sonados son los de la copresidenta del partido ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD), Alice Weidel, el prorruso ultraderechista Calin Georgescu en Rumanía, el expresidente de Moldavia Igor Dodon o el procés en Cataluña.
Otra punta de lanza de la estrategia de Rusia en Europa es el ámbito cognitivo y del ciberespacio. Los ciberataques, la manipulación y la difusión de desinformación suelen realizarse a través de grupos vinculados o afines al Kremlin, y han afectado tanto a instituciones gubernamentales como a infraestructuras críticas, al debate público y a la cohesión social. En España, el Departamento de Seguridad Nacional ha constatado que Rusia aprovechó la catástrofe de la dana en Valencia para promover una campaña de agitación y desinformación en redes sociales. El objetivo era acrecentar el descontento ciudadano y la desconfianza en las instituciones democráticas para la gestión de crisis y emergencias.
Además, Rusia cuenta con una red internacional de agentes de influencia. Estos agentes usan las redes sociales y los medios digitales para moldear la opinión pública, amplificar la desinformación empleando bots y cuentas automatizadas, y promover agendas alineadas con los intereses rusos en sus países. Entre estas narrativas destacan el cuestionamiento de la pertenencia de España a la OTAN, presentada como una supuesta fuente de vulnerabilidad, pérdida de soberanía y riesgo de implicación en conflictos. También la acusación de que el Gobierno español está fomentando un clima bélico, denunciando que sus políticas de defensa y cooperación internacional son pasos hacia una militarización que arrastraría al país a una guerra.
En el plano económico, Rusia ha usado la exportación de energía como instrumento de coerción para influir en la toma de decisiones de los países europeos. El control de buena parte del suministro de gas y petróleo hacia Europa le ha permitido generar una dependencia energética que sirve de herramienta de presión política. Rusia ha logrado influir así en Hungría, que ha amenazado con demandar a la UE por la prohibición de importación de gas ruso a partir de 2027, o en Eslovaquia, que mantiene su veto a esta decisión. Tras la invasión de Ucrania, el cierre de los gasoductos Nord Stream y Yamal-Europa desencadenó una crisis energética que evidenció la vulnerabilidad del continente y su limitada autosuficiencia energética. Aunque ha seguido importando gas ruso durante el transcurso de la guerra, la UE ya ha puesto en marcha planes para reducir las importaciones de gas ruso hasta eliminarlas.
Divide y vencerás: los objetivos de Rusia en Europa
Rusia percibe a la UE como un competidor clave en la hegemonía regional. De ese modo, considera que su influencia política, económica y militar actúa como un contrapeso a la proyección del poder ruso. Por esa razón sus acciones no se reducen a episodios aislados o inconexos, sino que forman parte de una estrategia deliberada de debilitamiento y presión.
En primer lugar, Rusia busca socavar las relaciones entre Estados Unidos y Europa, ya tensionadas desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. Hasta el momento, la presencia estadounidense en el continente ha servido como medio de disuasión a Rusia. A día de hoy, pese a los esfuerzos en seguridad y defensa, Europa carece de las capacidades militares y de coordinación para disuadir a Moscú. Si Estados Unidos culmina la retirada progresiva de sus tropas, como ya está pasando en Rumanía, la UE podría verse desprotegida ante un potencial ataque ruso. En este contexto, Rusia busca aprovechar cualquier vacío de poder para limitar la influencia estadounidense y dificultar una respuesta europea ante sus acciones.
Rusia, al mismo tiempo, procura explotar la fragmentación interna europea. Para ello trata de fomentar separatismos, disputas entre Estados, conflictos étnicos y sociales y movimientos disidentes y extremistas que erosionan la estabilidad de los países europeos. En este sentido, la cohesión política entre sus miembros es fundamental en la toma de decisiones. A diferencia de los autoritarismos, las políticas comunitarias de la UE requieren de grandes consensos entre Estados miembros. Y debilitarlos supone la pérdida de la unidad, agilidad, voluntad y compromiso necesarios para que la Unión funcione.
En esa línea, Rusia también va detrás de la política de defensa común y la cooperación militar europea. El Kremlin tiene un gran interés en influir y sabotear estas políticas y desactivar los esfuerzos del bloque por una mayor autonomía estratégica. Un claro ejemplo es Hungría, cuyo primer ministro, Víktor Orbán, mantiene estrechos vínculos con Putin y una postura crítica en el Consejo Europeo, alegando problemas con el suministro de gas y limitando el apoyo a las sanciones. El primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, también ha cuestionado la postura europea frente a Rusia, dificultando las sanciones y políticas de defensa comunes. Estas divergencias dificultan los consensos y la adopción de medidas concretas.
En tercer lugar, Moscú busca limitar o detener la ayuda occidental a Ucrania coaccionando a Gobiernos, empresas e individuos. Para ello, intenta generar una narrativa que muestra que los fondos públicos están siendo “malgastados” en apoyar militarmente a Ucrania y que ese apoyo no se está traduciendo en victorias ucranianas. Se trata de alimentar el cansancio social en los países aliados, amplificando las advertencias de los costes económicos de la ayuda militar, su impacto en las economías nacionales y en el estado del bienestar. También de explotar el temor a que dicho apoyo derive en una escalada entre la OTAN y Rusia.
En último lugar, Rusia ha centrado sus esfuerzos en crear zonas de seguridad o Estados tapón. Moscú considera que su seguridad depende de rodearse de países afines que actúen como barrera frente a la influencia occidental, como Bielorrusia o su objetivo con Ucrania, Moldavia y Georgia. Esto implica presionar políticamente, influir en procesos de adhesión a la UE y fomentar Gobiernos o movimientos favorables a sus intereses. Mediante propaganda, desinformación y apoyo a grupos euroescépticos, Rusia busca preservar su esfera de influencia en Europa del Este y el espacio postsoviético, consolidando un cordón de países dependientes o aliados. Con ello, Moscú pretende limitar la capacidad de Occidente para proyectar poder e influencia en la región y asegurar que cualquier transformación política o estratégica en su entorno inmediato siga bajo su control e interés.
Rusia mantendrá las hostilidades. No estamos preparados
Vistas las injerencias en los procesos electorales en Rumanía, Georgia o Moldavia, y la estrategia de crear zonas de seguridad, Rusia intensificará sus esfuerzos por boicotear e influir en los procesos de adhesión a la UE y la OTAN. Para ello usa campañas de agitación, subversión, propaganda y desinformación, buscando preservar su esfera de influencia y evitar una mayor expansión del europeísmo en el espacio postsoviético. Rusia ha justificado con este argumento la invasión de Ucrania, cuya adhesión a la Alianza Atlántica es uno de los principales puntos que el Kremlin busca impedir a toda costa.
Rusia también podría interpretar la reducción de la presencia militar estadounidense en Europa para aumentar la presión sobre los Estados bálticos, a los que ha amenazado y hostigado en múltiples ocasiones. Pese a los esfuerzos de la Unión para reforzar sus capacidades militares, las debilidades estructurales de la defensa europea no podrán resolverse a corto plazo. En este escenario de incertidumbre y recomposición, Moscú podría intensificar sus ciberataques, operaciones de desinformación o maniobras militares fronterizas para seguir midiendo el grado de respuesta de los países occidentales. La falta de una respuesta coordinada y contundente a la anexión de Crimea en 2014 reforzó la percepción de que una nueva agresión tendría un coste limitado, lo que facilitó la invasión de Ucrania en 2022 ante la expectativa de una reacción similar. Por ello, una respuesta débil o descoordinada podría minar la credibilidad de la Alianza Atlántica y su capacidad de disuasión, reforzando la percepción de Rusia de que puede recurrir nuevamente a la fuerza.
Pese a su desgaste, el Ejército ruso se está reconstituyendo y extrayendo lecciones de la guerra en Ucrania. Por otro lado, su industria de defensa parece estar sentando las bases para reducir su dependencia de la tecnología occidental de cara a producir en masa misiles, drones, municiones y otra clase de armamento. A ello se suma el aumento de incentivos económicos en el reclutamiento de nuevos soldados para compensar las numerosas bajas sufridas. Envuelta en una economía de guerra, todo indica que Rusia se estaría preparando para una guerra de alta intensidad a medio o largo plazo con algún país europeo. De hecho, la inteligencia alemana lo contempla a más tardar en 2029. Si los países europeos no establecen unas capacidades de disuasión creíbles y coordinadas, e imponen un coste difícilmente asumible para Rusia, las actuales operaciones en la zona gris podrían convertirse en el preludio de una escalada mayor. En tal caso, los enfrentamientos híbridos se combinarían con acciones militares convencionales.
Incluso el fin de la guerra en Ucrania no implicaría necesariamente una paz duradera en Europa. Si Rusia resulta derrotada, la pérdida de legitimidad de Putin, basada en la imagen del líder fuerte y victorioso, podría desencadenar una lucha por el poder y resentimiento colectivo. En ese contexto, la narrativa del enemigo externo volvería a ser clave para mantener la cohesión social y justificar nuevas acciones de expansión o revancha. Las élites sucesoras, aparentemente más radicales, podrían intensificar el discurso de resistencia frente a Occidente, usando el nacionalismo y la idea del cerco extranjero para reconstruir la autoridad interna y reimpulsar sus ambiciones geopolíticas. Durante este período, Rusia podría fortalecer sus capacidades militares y estratégicas, esperando el momento más favorable para actuar. Por el contrario, logra una victoria parcial, la narrativa de legitimidad de Putin se vería reforzada, presentándose como un líder exitoso capaz de restaurar la influencia histórica del país. Esto le permitiría consolidar el control de las regiones anexadas, fortalecer el nacionalismo interno y seguir presionando y erosionando Europa.
Así las cosas, Europa tiene mucho por hacer. Deberá garantizar capacidades militares creíbles y suficientes para imponer un costo significativo a Rusia, y actuar de manera coordinada para prevenir y neutralizar campañas de sabotaje, desestabilización o ataques híbridos. En este esfuerzo, el papel de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, así como las acciones de contrainteligencia y ciberdefensa, serán fundamentales para proteger infraestructuras críticas, mantener la seguridad interna y asegurar la resiliencia de los sistemas políticos y sociales. De lo contrario, Europa quedará a merced de las hostilidades rusas.