El género de terror padece, desde tiempos inmemoriales, una extraña variante del síndrome de Diógenes: no tira nada, todo lo recicla, todo lo acumula y, tarde o temprano, encuentra la manera de que cualquier objeto cotidiano, por inofensivo que parezca, sirva para rebanar pescuezos adolescentes. Hemos visto asesinos que habitan en cintas de vídeo, en aplicaciones de móvil, en espejos malditos y en tableros de Ouija comprados en saldo. Era cuestión de tiempo, una mera cuestión de estadística, que la industria posara sus ojos inyectados en sangre sobre la cartomancia. «Tarot», la ópera prima de Spenser Cohen y Anna Halberg, llega para rellenar esa casilla en el bingo del horror comercial, aprovechando el repunte del interés por la astrología en la Generación Z para tejer una fábula macabra sobre el destino, la culpa y la imprudencia de leer lo que no está escrito.

La premisa no se anda con rodeos y abraza con orgullo los tópicos más rancios del «slasher» sobrenatural. Un grupo de amigos, esa amalgama de arquetipos con patas que suele incluir al bromista, a la chica sensata, al escéptico y a la carne de cañón, alquila una mansión aislada para celebrar un cumpleaños. Como manda la tradición del mal guion, la curiosidad mata al gato y también al sentido común: encuentran una baraja de tarot pintada a mano, extraña y siniestra, en un sótano donde nadie en su sano juicio entraría. Rompiendo la regla de oro de la cartomancia —nunca usar la baraja de otro—, deciden que es una idea fantástica que les lean el futuro. Lo que ignoran, aunque el espectador lo sabe desde el minuto uno, es que esa baraja no predice el futuro, sino que lo sentencia. Cada carta extraída convoca a una entidad malévola, una encarnación grotesca del arcano en cuestión, encargada de despachar al desafortunado consultante de la forma más irónica posible.

A primera vista, la estructura narrativa de la cinta no es más que un «remake» encubierto y espiritual de la saga «Destino Final», pero cambiando los accidentes rocambolescos de Rube Goldberg por monstruos de diseño. La inevitabilidad de la muerte es el motor que impulsa la trama; una vez tiradas las cartas, el destino está sellado y la película se convierte en una cuenta atrás, una carrera contra el reloj —y contra la lógica— para intentar romper la maldición antes de que no quede nadie para contarlo. Sin embargo, donde la franquicia de los accidentes aéreos y las montañas rusas brillaba por su sadismo creativo y su humor negrísimo, «Tarot» se siente a menudo encorsetada por la tiranía de la calificación por edades. La violencia, aunque presente, se muestra a menudo de forma elíptica, escamoteando al espectador el impacto visceral que una premisa de estas características demanda a gritos.

No obstante, sería injusto despachar la película como un mero producto de consumo rápido sin destacar su mayor virtud, que es, paradójicamente, puramente visual. El diseño de las criaturas es, sencillamente, fascinante. Aquí es donde se nota la mano de Trevor Henderson, el artista viral conocido por sus pesadillas digitales, que ha colaborado en la conceptualización de los monstruos. Cada arcano mayor —la Sacerdotisa, el Ermitaño, el Loco, el Mago— cobra vida con una estética de pesadilla gótica que recuerda a lo mejor de «Thir13en Ghosts» o a las ilustraciones más turbias de Stephen Gammell. Hay una textura orgánica, sucia y tangible en estas apariciones que las eleva por encima del CGI genérico que inunda las plataformas de streaming. Cuando la película se calla y deja que sus monstruos acechen en la oscuridad, logra momentos de atmósfera genuinamente inquietante.

El problema reside en que la película rara vez se calla. El guion parece tener un pánico atroz al silencio, rellenando cada pausa con diálogos expositivos que explican una y otra vez lo que ya estamos viendo, o con chascarrillos que aterrizan con la gracia de un piano cayendo desde un quinto piso. El elenco hace lo que puede con el material que tiene, destacando quizás a Jacob Batalon, quien, a pesar de estar encasillado en el rol de alivio cómico perpetuo, aporta un carisma natural que se agradece entre tanta cara larga y gritos de pánico. Sin embargo, los personajes carecen de la profundidad necesaria para que sus muertes nos importen más allá del espectáculo visual. Son fichas en un tablero, meros recipientes vacíos esperando a ser llenados por la mitología de turno para justificar su inminente defunción.

Es interesante observar cómo la película intenta, de forma un tanto torpe, integrar el lenguaje de la astrología moderna en la trama. Se habla de signos ascendentes, de lunas y de la influencia de los astros con una seriedad que roza lo cómico, intentando dar un barniz de relevancia cultural a lo que es, en esencia, una historia de fantasmas de toda la vida. Esta capa de «horror horóscopo» funciona como un gancho comercial efectivo para el público joven, pero narrativamente se siente como un adorno superficial, un filtro de Instagram aplicado sobre una fotografía vieja y desgastada. La película coquetea con la idea del libre albedrío frente al determinismo, planteando si somos dueños de nuestro destino o títeres de fuerzas cósmicas, pero no tiene la ambición intelectual para explorar esas cuestiones más allá del nivel de una galleta de la fortuna.

La dirección de Cohen y Halberg es competente, cumplidora, abusando quizás del «jumpscare» sonoro —esa muleta del director perezoso— para generar sobresaltos artificiales cuando la tensión narrativa decae. Hay secuencias, sin embargo, que demuestran un pulso visual prometedor, especialmente aquellas que juegan con la iluminación y las sombras para ocultar y revelar a las amenazas. La escena del Mago, por ejemplo, es un pequeño triunfo de puesta en escena, un espectáculo macabro que mezcla la violencia con el ilusionismo de una manera que justifica, por sí sola, el precio de la entrada para los aficionados al género. Es en estos destellos de creatividad donde «Tarot» nos recuerda lo que podría haber sido si se hubiera atrevido a ser más cruel, más extraña y menos complaciente.

En el fondo, «Tarot» es una víctima de su propia naturaleza híbrida. Quiere ser una película de terror accesible para el gran público, un tren de la bruja inofensivo para pasar el rato con amigos y palomitas, pero al mismo tiempo alberga en su interior —en el diseño de sus monstruos, en la maldad inherente de su concepto— la semilla de algo mucho más perturbador y memorable. Se queda en tierra de nadie, demasiado pulcra para ser un clásico de culto y demasiado genérica para destacar en la saturada cartelera actual. Es el equivalente cinematográfico a una lectura de cartas en una feria de pueblo: entretenida mientras dura, con algún acierto inquietante, pero que olvidas en cuanto sales de la carpa y vuelves a la luz del día.

A pesar de sus fallos, la cinta se deja ver con agrado si uno ajusta las expectativas y se entrega al disfrute de ver a gente guapa tomando decisiones estúpidas. En un panorama donde el «terror elevado» a veces se olvida de que el género también debe ser divertido, «Tarot» ofrece una honestidad brutal en sus intenciones: no quiere cambiarte la vida, solo quiere asustarte un poco y venderte la idea de que quizás, solo quizás, deberías pensártelo dos veces antes de pedirle a alguien que te lea el futuro. Porque a veces, y esta es la única lección valiosa que podemos extraer de sus noventa minutos de metraje, la ignorancia no solo es felicidad, es supervivencia.

R. Martín.