En los años ochenta, una pareja de modelos de Armani que eran tal vez los seres más bellos de la Creación alquilaron un chalet en Mallorca con unos amigos y se convirtieron en los dioses del verano. Se llamaban Antonia dell’Atte y Alessandro Lecquio. Hombres y mujeres de la jet local, reyes y príncipes, se enamoraban indistinta y sucesivamente de una y otro. Los conocí a ambos, cuando ya se odiaban.

Diez años después, corría 1994, llamo al hotel Arabella de Son Vida. Me pasan a la habitación:

-Hola, Alessandro, te llamaba para hacerte una entrevista.

-Pasa dentro de una hora.

Llegamos puntuales con la fotógrafa, pasan los minutos y Lecquio no comparece. Le llamo desde recepción:

-Alessandro, te estamos esperando.

Me responde sollozando:

No puedo bajar, no me encuentro en condiciones, estoy muy mal.

-Alessandro, hemos quedado y nos has hecho venir hasta aquí.

-Vale.

Baja y tomamos asiento en el salón del hotel. Mis preguntas pueden ser duras o incluso improcedentes, pero ningún entrevistado las había recibido a lágrima viva. Sobre todo, antes de formularlas. Lecquio rompe a llorar, la fotógrafa deberá mostrar maestría para secar las imágenes y sacarlo presentable. Me intereso:

-¿Qué te pasa?

Se recrudece el llanto:

Ana no me deja ver a nuestro hijo.

Con su pantalón de peto, nos mira cariacontecido pero también con una sombra de rencor. Comienza el asalto:

-¿Es posible una reconciliación con Ana García Obregón?

-No sé. Mi relación con Ana fue una historia muy fuerte, y yo no he hecho nada incorrecto.

-¿Para qué ha venido a Mallorca?

-Para jugar al golf, y también me encantaría ver a mi hijo. En Madrid lo veo todos los días, aquí no lo sé.

Treinta años después, ya puedo confesar sin ser acusado de revelación de secretos por el Supremo que esta respuesta no solo era falsa en su literalidad, sino que pretendía el efecto humanitario de reblandecer a Obregón sobre el acceso al hijo de ambos, desgraciadamente fallecido.

Y llegados a este punto del psicodrama, Lecquio se levanta y se refugia de la entrevista en su habitación, incapaz de aguantar la presión. Vuelta al teléfono de recepción, no había móviles:

-Alessandro, ya está bien. Baja y seguimos con la entrevista.

El primo segundo del Rey se reintegra mohíno a la conversación, acelero las preguntas por si se produce otra espantada. Sigue lloroso y dolorido, también retador:

-No negará que es un seductor de éxito.

Me gustan las mujeres, claro que me gustan. No soy homosexual, pero de ahí a decir que tengo todo ese éxito hay mucho camino.

¿En un momento de furia llegaría a maltratar violentamente a una mujer?

-No soy rencoroso. Hacer daño a alguien es frío y calculador, pero yo soy caliente. Tú me estás poniendo de playboy cuando yo soy un romántico, y Dios me libre de utilizar la violencia.

Hoy me cuesta distinguir a Lecquio de cualquier otra mascota de Ana Rosa. Y a Telecinco también le cuesta, porque lo ha mantenido en antena durante décadas. Queda pendiente mi encuentro con Dell’Atte.

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