Entre los testimonios ofrecidos durante el encuentro de obispos, clérigos y consagrados con León XIV en el santuario libanés de Harissa, también se encuentra el del padre Youhanna-Fouad Fahed, que ofrecemos en su versión íntegra: son portavoces de «hombres y mujeres que siguen amando a Dios en silencio, aunque la vida les haya privado de todo».
Padre Youhanna-Fouad Fahed
«Y el Rey les responderá: De cierto os digo que, en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt 25, 40).
Santo Padre,
vengo humildemente a expresarle mi profunda gratitud, sobre todo porque Usted me concedió la gracia de compartir con Usted mi testimonio como párroco en una parroquia situada en la frontera norte entre el Líbano y Siria, en un pueblo multiconfesional llamado Debbabiyé.
Me llamo Youhanna-Fouad Fahed, soy originario de Kobayat (Akkar), sacerdote desde hace ocho años, casado, padre de una niña de seis años y profesor de literatura francesa en la escuela secundaria pública de mi ciudad natal. Mi servicio pastoral en Debbabiyé, un pequeño pueblo en la periferia donde conviven musulmanes (sunitas) y cristianos (ortodoxos y maronitas), me ha permitido comprender cuánto ha sido testigo silencioso de las atrocidades que han ocurrido en la última década. Se lo resumo en tres puntos:
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Desde el inicio de la guerra en Siria, este pueblo ha sufrido mucho, en particular debido a los bombardeos provenientes del lado sirio. La mayoría de los habitantes maronitas abandonó sus hogares para buscar refugio en mi pueblo natal, lejos del peligro de la frontera.
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Con la crisis económica, la situación de esta parroquia se volvió aún más difícil: ya no hay electricidad, el agua potable —que antes se obtenía gracias a una bomba eléctrica— ya no es accesible, y los habitantes que regresaron después de los bombardeos carecen de medios de subsistencia.
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El 8 de diciembre de 2024, durante la caída del régimen sirio, la parroquia vivió un día de gran tensión. Pero lo más doloroso ocurrió justo al otro lado de la frontera: personas perseguidas cruzaban las líneas en silencio, huyendo del sufrimiento, escondiéndose en los alrededores sin dar señal de su presencia… Nadie podía escuchar sus gritos.
Santo Padre,
la bolsa destinada a la ofrenda durante la Misa dominical me reveló un primer grito silencioso: vi allí algunas monedas sirias… Era una ofrenda mezclada con dolor.
En la parroquia nada delata la angustia: todo parece calmado y tranquilo. Sin embargo, bajo esta aparente serenidad se esconde un pueblo que sufre por la crisis libanesa y otro, aún más escondido, que padece persecución y exilio.
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¿Qué debía hacer? No sabía nada… Solo, sintiendo con mi pueblo el sufrimiento sofocado por el miedo, la miseria oculta por la vergüenza de pedir ayuda, fui en su búsqueda.
Me encontré con familias que habían huido tras persecuciones religiosas, familias refugiadas con parientes para proteger a sus hijas de posibles secuestros destinados a forzarlas al matrimonio, jóvenes, ex empleados del gobierno sirio expulsados de su país, indigentes y empobrecidos, jóvenes que planificaban su fuga ilegal hacia Europa confiando sus sueños a traficantes que les robaban sus ahorros, e incluso familias enteras que habían vendido sus casas para cruzar la frontera, sin ninguna perspectiva, sin la menor esperanza de mejorar su situación desesperada…
Santo Padre,
ante este sufrimiento silencioso, me sentí impotente, pero también llamado a actuar, aunque solo fuera llevando estas penas en la oración. Estos rostros marcados por el dolor me revelaron la profundidad de la fe de un pueblo que, a pesar de todo, todavía cree en la Providencia. Su sufrimiento se convierte en ofrenda, su miseria se convierte en esperanza. Pero esta esperanza, Santo Padre, necesita ser sostenida, consolada, acompañada.
Doy testimonio de un pueblo invisible, de hombres y mujeres que continúan amando a Dios en silencio, aunque la vida les haya privado de todo. Estoy aquí en nombre de esas familias que lo han perdido todo, en nombre de esos jóvenes que solo ven un futuro en la fuga, en nombre de esos niños que crecen entre dos fronteras y que, sin embargo, conservan en su mirada la luz de la fe.
Santo Padre,
Le pido una palabra, una bendición, una señal que devuelva a estas almas la sensación de no haber sido olvidadas. Porque a menudo una palabra del Pastor Supremo puede despertar la esperanza donde todo parece perdido. Con todo el respeto filial que le debo, confío esta oración a sus manos con la esperanza de que su corazón de Padre escuche el grito silencioso de estas ovejas heridas.
Gracias.