En el agitado entorno de la política exterior de Trump se hace difícil identificar estrategias o discernir prioridades, pero es evidente que América Latina ocupa un lugar destacado, si se compara con la atención dedicada a su patio trasero por las administraciones estadounidenses de este siglo.

Los acontecimientos en los que ha estado implicado el Gobierno de Washington acaecidos al sur del río Grande y hasta Tierra del Fuego en los pasados once meses son de naturaleza muy diversa, desde el intento de reducir la influencia china en el canal de Panamá hasta la habilitación de una cárcel en El Salvador para los migrantes sin papeles deportados, pasando por el generoso rescate de las finanzas argentinas motivado por la afinidad ideológica con Javier Milei. Esta preponderancia de la ideología sobre la realidad también se ha dejado ver en las complicadas relaciones con México y Brasil, con la utilización de los aranceles como arma arrojadiza para dirimir agravios como la presunta tolerancia de las autoridades mexicanas con el tráfico de drogas y el vía crucis judicial del golpista Jair Bolsonaro.

Maduro podría correr la misma suerte del panameño Noriega, que EE.UU. capturó en 1989

Nada, en cualquier caso, es definitivo, muy en la línea de las imprevisibles y a veces pasajeras ­filias y fobias de Trump. La presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, se las ha apañado para no incurrir en las iras más desproporcionadas del inquilino de la Casa Blanca, pese a que, en lo esencial, es fiel discípula de su demagogo predecesor, Andrés Manuel López Obrador. En cuanto a las relaciones con Brasil, se da la circunstancia de que el gigante austral importa más de lo que exporta a EE.UU. y, aparte de eso, el presidente Lula da Silva parece caerle bien a Trump, un factor muy que tener en cuenta.

Lo que nos lleva al indiscutible enemigo público número uno de la actual Administración, que no es otro que el presidente venezolano, Nicolás Maduro Moro, objeto de una presión con escasos precedentes. La gunboat diplomacy (diplomacia de patrullera), con la que EE.UU. trata frecuentemente a sus vecinos del sur, ha adoptado ahora en el caso de Venezuela la forma de bombardeos selectivos sobre presuntas narcolanchas, lo que ha ocasionado casi un centenar de ejecuciones extrajudiciales.

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El presidente venezolano, Nicolás Maduro, conversa con su ministro de Defensa, Vladimir Padrino 

Ariana Cubillos / Ap-LaPresse

De alguna forma, Maduro es el villano perfecto. Improbable heredero del más carismático Hugo Chávez y continuador del llamado socialismo bolivariano, Maduro ha acentuado la ruina y el exilio masivo en un país con abundantes recursos naturales, pero históricamente mal gestionado y con las permanentes lacras de la violencia y la corrupción. Como guinda del pastel, robó descaradamente las últimas elecciones presidenciales, embarcándose en un nuevo ciclo dictatorial y represor.

Washington tilda a Maduro de narcotraficante y ha puesto precio a su cabeza. Pero el despliegue naval en el Caribe apunta más bien a un intento de cambio de régimen. La última intervención militar de Estados Unidos fue en Panamá, hace 36 años con George Bush padre en la Casa Blanca y el general Noriega como hombre fuerte del régimen panameño. La historia nunca se repite, pero pocos apuestan por la continuidad de Maduro.