Vivimos un tiempo de cambios profundos en el orden socioeconómico del mundo. Todo parece moverse; las fronteras, los mercados, las personas, las instituciones… provocando una sensación de inestabilidad, pues nadie sabe a ciencia cierta hacia dónde se desplaza todo y cuál es el modelo o el nuevo equilibrio al que nos encaminamos.

Nos movemos hacia algún lugar que no hemos decidido y que resultará del choque entre los distintos empeños e intereses, de todos los que hoy consiguen hacerse oír en el concierto global. Parece como si un orden político nuevo estuviera dibujándose a palos, sin el concierto de la política.

El siglo XX ya vivió grandes desórdenes, pero mas bien derivaron de una confrontación entre visiones opuestas sobre el mundo y de cómo gobernarlo. Ahora parece como si la gran diversidad de lógicas en liza y la resonancia entre tantas voces hablando a la vez, haya empañado el diálogo y la posibilidad de establecer corrientes de pensamiento suficientemente refrendadas. Todo se regatea en corto y aunque da la sensación de que “la nave va”, nadie sabe muy bien hacia dónde.

Como una consecuencia de esto, lo mismo ocurre hoy con la arquitectura y la construcción física sobre el territorio, que es en gran medida el sistema operativo del mundo. Nuestro entorno construido es como una maqueta de la sociedad, una representación física de su dimensión cultural, económica y política. Así pues, tiene sentido analizar la maqueta para comprender algo de la civilización que representa.

/La realidad es que el planeta se está urbanizando a marchas forzadas y no somos conscientes de ello

El planeta se está construyendo a una velocidad y extensión inimaginables en épocas pasadas. Emergen por todas partes trazas y construcciones que no siguen ningún patrón, ni corresponden a proyecto alguno que no sea el puro propósito que los impulsa. Quizás desde Europa no seamos plenamente conscientes de la magnitud del fenómeno, porque su foco no está en Occidente.

No podemos descartar que toda esa conglomeración, que ese sarpullido inacabable responda finalmente a alguna lógica cuya escala se nos escapa. Tampoco digo que ese sea un fenómeno esencialmente negativo, ya que responde a demandas reales de los ciudadanos en muchos países y en la mayoría de casos, implica inversiones directas para las economías locales. Pero lo cierto es que se trata de un impulso global que no sigue ningún modelo conocido y sin lógica alguna capaz de abarcarlo, así es que nadie puede verificar de antemano cuál va a ser el resultado.

Los arquitectos vivimos abrumados ante ese fenómeno imparable que sobrepasa cualquier disciplina u oficio establecido. Las agrupaciones gremiales, académicas y culturales que nos vertebran, no alcanzan a comprender la amplitud del panorama y acostumbran a rechazar aquellas partes que parecen mas oscuras.

Quizás sea comprensible el espanto de los arquitectos, del que derivan sus más tópicas respuestas corporativas. Los hay que quedan paralizados culpabilizándose de los desmanes de la edificación. Consideran pues que construir es moralmente censurable, así es que mejor sería dejar de hacerlo. En todo caso y como mal menor, piensan que deberíamos ceñirnos tan sólo a algunos materiales puramente “naturales”. Están por otro lado, aquellos que se encierran en las formas y disciplinas conocidas, reivindicando una supuesta esencia de lo que ellos consideran “la buena arquitectura”. Finalmente, están los que hacen de la eficacia su principal razón de ser, respondiendo inmediatamente a las preguntas que vienen dadas.

Almacén de Amazon en Madrid en una imagen de archivo

Almacén de Amazon en Madrid en una imagen de archivo

Dani Duch

Tan sólo un referente común, el proyecto de un futuro aceptable para todos ellos, permitiría que esos mundos estancos se abrieran -el mejor de los mundos posible, que reclamaba Voltaire-.

La verdad es que el planeta se está urbanizando a marchas forzadas y no somos conscientes de ello. Vayan por delante algunos ejemplos que me parecen evidentes.

Las infraestructuras físicas que demanda “el mundo virtual” alcanzan ya dimensiones inquietantes. Cada vez que tecleamos el ordenador o nuestro teléfono móvil, empleamos espacio y capacidad en un centro de datos situado en algún lugar del territorio. Toda esa infraestructura tecnológica necesita inmensos edificios construidos y climatizados, con un consumo intensivo de energía. En Mongolia y Noruega se encuentran dos de los mayores centros de datos, con una superficie de 1.000.000 y 600.000 metros cuadrados respectivamente. Representan sólo una pequeñísima parte de esas construcciones repartidas por todo el planeta y que siguen creciendo exponencialmente, empujados por la demanda expansiva de las tecnologías de la información- IA, servicios en la nube, streaming, etc.-. En España concretamente, está previsto multiplicar por seis la capacidad instalada en la próxima década.

También el comercio “en línea” conlleva un rosario interminable de construcciones logísticas, antes de llegar a nuestras casas. Aunque no seamos conscientes, cada paquete que Amazon reparte en el área de Barcelona llega desde un almacén logístico en el Prat, con una superficies de 150.000 metros cuadrados construidos. Aún así, es tan sólo uno mas de los 175 centros que la misma compañía tiene repartidos por los cuatro continentes.

Por no hablar de la llamada “construcción informal” que crece espontáneamente en muchos lugares, donde se va concentrando la población desplazada por el desorden rural y la violencia.

El mundo se construye con desenfreno mientras los arquitectos miramos hacia otro lado, reconfortados al pensar que todo eso no nos concierne pues es sólo chatarra y no arquitectura.

¿Pero qué otra cosa podemos hacer?¿Acaso es posible cambiar el curso de la realidad cuando nos supera?

Comprenderán que yo no tenga una teoría del todo, porque hace falta una amplia discusión sobre las ideas antes de poder asentarlas.

A pesar de ello, quiero creer que en
este momento existen bastantes criterios con los que muchos de nosotros aceptaríamos alinearnos.

Una confianza en la eficiencia objetiva de las infraestructuras, considerando la edificación como un proceso ilustrado.

El valor que podrían atesorar los edificios al ser considerados como bancos de materiales y no como formas terminadas.

Construir con una lógica ecológica bajo el referente de la naturaleza, considerando la arquitectura como parte de la biosfera.

Sinceramente, creo que la construcción no es un mal inevitable sino que puede ser beneficioso para el medio sociocultural y natural en el que se inscribe, como tantas veces ocurrió en el pasado cada vez que la arquitectura asimiló el paradigma de su tiempo. ¿Puede ser que estemos buscando nuestro propio “gótico del futuro”?

En último término, la arquitectura no es un fin en sí misma sino un poderoso instrumento para transformar la realidad. Llegado el momento, conformará un lenguaje bello y que todos comprendamos, para expresar ese referente nuevo que nos identificará en el tiempo. Hace falta optimismo y un poco de autoestima para pensar que existe algún modo de construir un mundo mejor y que merece la pena explorarlo.

Cuando veamos que la arquitectura sale de su bucle y toma una dirección, entonces sabremos que por fin ha vuelto la política razonable.

Felipe Pich-Aguilera es arquitecto