El silencio impotente de las familias de las víctimas y el del Papa León junto al «Almacén número 12» del puerto de Beirut ha resonado en todo el Líbano este martes como un grito de denuncia contra la clase política que impide que se aclare … lo ocurrido. Han pasado cinco años desde la explosión, pero no se ha ido de la memoria de estas gentes el olor a quemado en este lugar, en el que quienes recuerdan a sus difuntos han pedido entre lágrimas al Pontífice que les ayude a que se conozca la verdad de lo ocurrido y a que los culpables asuman sus responsabilidades.
En el puerto parece que se ha detenido el tiempo desde el 4 de agosto de 2020 a las 18:07, cuando estallaron 2.750 toneladas de nitrato de amonio que se almacenaban desde hacía seis años en unos silos sin medidas de seguridad. El accidente se cobró al menos 218 vidas y provocó 6.500 heridos e ingentes daños materiales en esta ciudad –300.000 personas se quedaron sin casa. Alrededor del silo se ven detritos amasados, cables, hierros y vehículos completamente destrozados. Sólo se ha añadido un olivo y una placa de mármol con los nombres de las víctimas.
Ha sido el momento culminante del viaje del Papa al Líbano, pues en ese lugar le esperaban unas 60 personas, de todas las edades, incluso un bebé de pocos meses. Algunos mostraban heridas en los ojos y en los brazos. Otros, las fotos de padres, hermanos, hijos e hijas que les arrancó la explosión. «Uno de mis hijos murió aquí, y otro perdió sus pies», explica una elegante señora, Danam Basif Bata, que ha venido en silla de ruedas. «Ojalá el Papa nos ayude a saber qué pasó, por qué tanta gente murió, es lo único que necesitamos», dice antes de que se le rompa la voz. Luego, solicita que se escriba el nombre de su hijo, Abdul Bata.
Tatiana Hasrowty lleva una foto de su padre Hassan. «Él trabajaba aquí y su edificio se derrumbó y perdió la vida». Dice que este gesto silencioso de León les «ayudará a soportar el dolor. También el Papa Francisco nos dio la esperanza porque nos hizo saber que conoce nuestro dolor». «Lo sucedido nos une a cristianos y musulmanes, estamos unidos en oración y en la esperanza de que se revele la verdad», se despide. Nohad Abdo sostiene una foto plastificada de su sobrino Jack Baramakian, que con el pelo rubio despeinado mira a la cámara con una mirada llena de vida. «Jack era el hijo de mi hermana, vivía en aquel edificio blanco», dice mientras señala unas ruinas. «Estaba en su casa, y allí falleció por la explosión. También falleció su compañera. Nos enteramos por las fotos. Fue terrible, muy duro». «Queremos la verdad, saber quién es el responsable. Ojalá hoy sea el día», implora.
Junto al memorial, esperaba al Papa el primer ministro Nawaf Salam, que lo ha recibido y lo ha acompañado desde una distancia prudente. León ha mirado conmovido la desolación de este lugar, y ha rezado en silencio varios minutos que se han hecho interminables. Luego, se ha acercado a la placa con los nombres de los fallecidos, donde habían depositado de su parte una corona de flores rojas, y ha abierto los brazos y musitado una oración, quizá un padrenuestro. Después se ha acercado a los familiares de las víctimas y a los heridos, para secar las lágrimas. No ha dicho nada, no hacían falta palabras.
El accidente fue el episodio culminante de una serie de crisis provocadas por corruptelas que dieron lugar primero a una inflación desbocada, después al colapso de la economía libanesa, y que hicieron en mil pedazos su sueño de ser como Suiza pero en Medio Oriente. Ya unos días después de la explosión el entonces presidente Michel Aoun descartó que hiciera falta una investigación internacional para buscar responsables. Tampoco lo vio necesario el líder de Hezbolá, Hasán Nasrala, asesinado el año pasado por Israel. Pero es una herida que no cura a tiempo. Han pasado cinco años y no ha cicatrizado.