Task no se mira, más bien se atraviesa. Como una carretera secundaria de Pennsylvania en pleno invierno, bajo el cielo depresivo y perpetuamente encapotado. No conduce a ningún paisaje redentor ni a ningún horizonte confortable. Su destino es la intemperie moral de quienes habitan la otra cara del mapa americano: barrios sin industria, salarios que no alcanzan, familias sostenidas a pulso y una tristeza que ha aprendido a convivir consigo misma. Brad Ingelsby, cronista de este territorio sentimental desde Mare of Easttown, vuelve a fijar aquí su cámara sobre una América que rara vez conquista prime time porque no admite fábulas optimistas ni especulaciones anti-trumpistas.
La serie, disponible en HBO Max, traza su relato desde dos figuras condenadas al reflejo mutuo. Tom Brandis es agente del FBI, antiguo sacerdote, padre fracasado, hombre en derrota permanente. Mark Ruffalo le imprime el cansancio exacto de quien ha sobrevivido demasiado tiempo a sus propias creencias. Su fe rota no es religiosa sino cívica: sigue buscando justicia porque ya no sabe buscar sentido. Robbie Prendergrast (Tom Pelphrey), basurero y ladrón ocasional de narcotraficantes, representa la versión terrenal de la ruina: un hombre que delinque no por ambición sino por desesperación doméstica y por venganza. Ambos encarnan la misma pregunta en registros distintos: ¿qué se hace cuando el sistema deja de ofrecer salidas?
Ingelsby rehúye cualquier tentación de transformar la historia en una postal heroica. Aquí no hay criminales romantizados ni policías mesiánicos. Todo discurre en la lógica cansada de la supervivencia diaria. La violencia no aparece coreografiada como espectáculo sino irrumpiendo de forma abrupta, torpe, irreversible. Nadie dispara con épica: se dispara con prisa, miedo o rabia. Los muertos no lucen dramáticos; pesan. Y esa renuncia estética es una de las mayores virtudes de Task: retratar la brutalidad sin convertirla en seducción.
El verdadero protagonista es el territorio. La Pennsylvania gris, húmeda y erosionada que filma Ingelsby funciona como una geografía simbólica del derrumbe. Pueblos de economías agotadas, viviendas que se caen a pedazos, empleos mal pagados que ya no prometen ascensos sociales sino la mera continuidad de la precariedad. Aquí no se habla de política, pero todo es político: la desigualdad estructural no requiere discursos cuando puede respirarse en cada encuadre.
Esa renuncia estética es una de las mayores virtudes de ‘Task’: retratar la brutalidad sin convertirla en seducción
Esta aproximación separa a Task de ese otro relato dominante sobre la América profunda, más inclinado a convertir la ruralidad en una mitología orgullosa, como hemos visto en Yellowstone. Frente al romanticismo testosterónico de ciertas ficciones que idealizan ranchos, petróleo y viejas épicas familiares, Ingelsby propone una mirada desgarrada y amarga. Sin exaltación nostálgica. Sin glorificación conservadora. La América de Task no añora un pasado glorioso: apenas trata de sostener un presente agotado.
La serie no moraliza. Observa. Y en ese ejercicio de observación localizada emerge su mayor mérito: otorgar dignidad narrativa a quienes casi nunca protagonizan las grandes historias televisivas. La cámara acompaña a los personajes en silencios prolongados, conversaciones insignificantes, miradas que cargan más peso que los diálogos. Ruffalo entiende que su Brandis no necesita alzar la voz porque lo consume el murmullo constante de la culpa. Su rostro es un mapa de derrotas íntimas. Tom Pelphrey compone a Robbie desde la inquietud perpetua, incapaz de asentarse del todo en el delito ni de abandonarlo. Es el delincuente menos cómodo: demasiado humano para resultar monstruoso, demasiado culpable para pedir absolución.
Un momento de la serie ‘Task’, protagonizada por Mark Ruffalo. (HBO Max)
La serie se permite un tono intensamente sombrío, casi sin resquicios de alivio emocional. Y ahí asume su principal riesgo: el agotamiento del espectador. La tristeza es una constante sin modulaciones suficientes. Task no alterna tensión con descanso: avanza siempre bajo el mismo cielo plomizo.
Esa persistencia puede interpretarse como coherencia estética o como una obstinación excesiva que, en ocasiones, convierte la experiencia de visionado en una travesía pesada. Pero incluso esa dureza forma parte del proyecto: mostrar una realidad sin tregua.
No hay discursos edificantes ni redenciones milagrosas. Tampoco grandes revelaciones morales. Task rehúye las explicaciones totales. No propone tesis cerradas sobre el malestar americano. Se limita a habitarlo. A mostrar que el desajuste social no se expresa en mítines ni proclamas, sino en padres ausentes, hijos rotos, hipotecas imposibles y delitos cometidos por hombres que nunca soñaron con ser delincuentes, incluidas las tribus de moteros.
Ingelsby firma una obra incómoda, áspera, rotundamente honesta: una serie que no busca gustar, sino comprender
En este sentido, la serie devuelve a la ficción televisiva una función casi olvidada: no ofrecer escape, sino un traslado emocional. Colocar al espectador en una realidad que quizá nunca visitará físicamente, pero que merece ser mirada sin condescendencia.
Task no embellece ni sermonea. Narra. Y narrar, aquí, significa mirar de frente una América cansada, fracturada, invisible para los circuitos del espectáculo. Ingelsby firma una obra incómoda, áspera, rotundamente honesta: una serie que no busca gustar, sino comprender. Y en esa ambición, tan modesta como feroz, reside su verdadera grandeza.
Task no se mira, más bien se atraviesa. Como una carretera secundaria de Pennsylvania en pleno invierno, bajo el cielo depresivo y perpetuamente encapotado. No conduce a ningún paisaje redentor ni a ningún horizonte confortable. Su destino es la intemperie moral de quienes habitan la otra cara del mapa americano: barrios sin industria, salarios que no alcanzan, familias sostenidas a pulso y una tristeza que ha aprendido a convivir consigo misma. Brad Ingelsby, cronista de este territorio sentimental desde Mare of Easttown, vuelve a fijar aquí su cámara sobre una América que rara vez conquista prime time porque no admite fábulas optimistas ni especulaciones anti-trumpistas.