Quizá lo único verdaderamente incontestable de Jay Kelly sea su reparto apabullante, que deslumbra por encima del resultado final de más de dos horas de largometraje que se hacen muy largas. Es la pretenciosa historia de un actor de 60 años, una superestrella mundial, de ésas que no pueden salir a comprar el pan sin que le asalten sus fans. Ese hombre, que en realidad es George Clooney, se encuentra con un antiguo amigo que le canta las cuarenta porque le robó el papel de su vida y a su novia; entierra al director que le descubrió y al que no ha ayudado en sus últimas súplicas, y entonces decide que se siente culpable, que está en crisis de identidad, sin nadie que le quiera, y sin familia. Y decide que lo más difícil es ser uno mismo. Muy intenso. Con este planteamiento, ¿qué podía salir mal?

De la película de Netflix, que exhibe poderío en la producción y en el elenco, se salvan los exquisitos paisajes de la Toscana, la elegancia inalterable de George Clooney, la sorprendente contención dramática de Adam Sandler o la entrañable aparición de Stacy Keach como padre del protagonista. Son destello insuficientes en esta fallida propuesta del gigante del streaming, que enseña más poderío que calidad: un ejercicio fallido de introspección sobre la fama, el ego y la soledad. Jay Kelly intenta ser una radiografía del precio de la fama y de la soledad del ídolo. Pero se queda en superficie: bien actuada por momentos, visualmente atractiva, sí; también aburrida y lenta, deshilachada y prescindible. No es solo que la historia esté mal contada; es que da igual lo que cuenta porque el protagonista no engancha. Y eso que es George Clooney.

Ojalá estuviera a la altura de su descomunal reparto. Lo más desconcertante es que con nombres como Laura Dern, Emily Mortimer (también coguionista), Patrick Wilson o Billy Crudup, el resultado sea tan poco sustancial. Clooney encarna a Jay Kelly, leyenda viva de Hollywood con más de tres décadas de carrera, construido prácticamente a imagen y semejanza del propio actor: encantador, ingenioso, carismático, con esa sonrisa estudiadamente sincera que parece prometer cercanía mientras oculta un calculado autoproteccionismo. La película, dirigida por Noah Baumbach, que acertó en intensidad con Historia de un matrimonio (Scarlett Johansson y Adam Driver), sugiere desde el inicio una pregunta clave: ¿cuánto de esa calidez es auténtica y cuánto es puro artificio? El problema es que la cinta nunca se atreve a responderla de forma incómoda. El conflicto central se construye a partir de varios frentes: una hija a punto de marcharse a la universidad, otra que arrastra un resentimiento profundo por la ausencia paterna, un viejo amigo actor (Billy Crudup) que acusa a Jay de haberle robado la carrera y un pasado que regresa como un eco incómodo. Sobre el papel, todos los elementos están ahí para un retrato complejo y hasta despiadado del estrellato. En la práctica, Baumbach, guionista de la insufrible Barbie (su esposa es Greta Gerwig y también aparece en la cinta) opta por un tono blando, casi indulgente, que neutraliza cualquier atisbo de verdadera oscuridad.

El viaje por Italia, con paradas en trenes, encuentros fortuitos y la ceremonia de homenaje final en la Toscana, es tan hermoso en lo visual como desestructurado en cuanto al relato esencial. Es innegable el encanto visual, incluso acentúa el tono turístico de una historia que pretende ser introspectiva. Hay cierto morbo en ver a un Clooney que se acerca con esplendor a su etapa crepuscular vagar entre sus adorables paisajes italianos, pero ese disfrute estético no se traduce en verdadera profundidad emocional. Y eso que Adam Sandler, como el leal y agotado mánager, pone mucho de su parte y aporta una melancolía que, paradójicamente, termina siendo más reveladora que todo el arco de Clooney. Y es devastador comprobar cómo profesionales del talento de Patrick Wilson, Laura Dern o Emily Mortimer quedan reducidos a meros acompañamientos funcionales.

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