Después de años encadenando decepciones amorosas, Victoria de los Santos Auxilia decidió algo sencillo y crucial a la vez: ponerse a sí misma en el centro. Entonces sus planes empezaron a cambiar: «Antes habría quedado con un tío que lo único que quería era pagar una cerveza y meterme en su coche. Ahora prefiero quedarme con una velita encendida en mi cuarto y ponerme a colorear», cuenta mientras pasa las páginas de uno de esos cuadernos que se convirtieron en su nuevo hobby cuando dejó de invertir energía en chicos que no le aportaban nada.

Lleva alrededor de un año y medio sin estar con ningún hombre. No fue un propósito de año nuevo ni un reto viral. Llegó después del «último chico», ese que marca el límite. «Estaba cansada, decepcionada y, al mismo tiempo, con mucho amor propio. Me di cuenta de que me estaba conformando con migajas». Lo que empezó como un cansancio acumulado acabó teniendo nombre: celibato voluntario.

En Barcelona, Luz, que quiere contar su historia pero prefiere no hacerlo bajo su nombre real, llegó al mismo lugar por un camino distinto. «Tras una ruptura muy tormentosa pero de manera natural», explica. Su última relación, que duró cinco años, terminó con un WhatsApp: «Un mensaje, y desapareció», recuerda. Un año y ocho meses después, también se declara en celibato voluntario: «Ya he pasado el duelo del fin de la relación y ahora sí puedo decir que quiero seguir soltera. Es una decisión consciente».

Las historias de Victoria y Luz no son una rareza aislada. Desde que Rosalía puso el término «volcel» (celibato voluntario) en la conversación pública, muchas mujeres han empezado a contar en redes que han dejado de tener sexo o buscar pareja durante un tiempo. Lo que puede parecer una «tendencia» tiene en realidad un fondo más profundo: dejar de invertir energía en vínculos que no cuidan de vuelta.

¿Descanso o evitación?

La psicóloga Sandra Ferrer —cofundadora del Programa MIA, líderes en psicoterapia especializada en apego, trauma relacional y todo lo que se activa dentro de los vínculos— observa estos procesos con atención, con una mezcla de entusiasmo y prudencia. Para ella, la clave está en identificar desde dónde se toma la decisión de este parón emocional: si desde la autorregulación o desde la evitación.

«Un escenario sano —explica Ferrer— sería: ‘Me noto muy tocada, muy vulnerable, vengo de golpes o expectativas frustradas y sé que, si sigo saliendo al ruedo así, voy a interpretar mal las cosas, voy a estar a la defensiva, voy a exigir de más. Entonces paro para autorregularme, para curar mi herida'».

«Y un escenario problemático —continúa— es cuando alguien lleva años sin vincularse y solo dice ‘no hay nadie’, ‘nadie me interesa’, sin hablar de cómo está ella, sin conciencia de sus propias heridas o miedos. Ahí suele haber evitación. No es que no haya personas, es que hay un bloqueo que se proyecta hacia fuera».

Por eso, Ferrer, más que hablar de celibato, prefiere hablar de tiempos y de estados internos: «Lo importante no es si ligas o no, sino si sabes qué te pasa cuando te vinculas. Si puedes decir ‘disfruto, pero también se me despierta mucha ansiedad’, ya hay conciencia. Decidir parar un tiempo puede ser muy terapéutico».

El déficit masculino

Si Victoria y Luz ponen palabras a un proceso íntimo, la activista feminista Carla Galeote hace una lectura política. A sus 24 años, se ha declarado en «huelga de hombres» y lleva mes y medio en celibato físico, aunque aclara que el proceso mental viene de mucho antes: «Llevo mucho tiempo pensando en si valía la pena o no seguir relacionándome con hombres y al final tomé la decisión de que no».

Galeote sitúa ese celibato voluntario en una encrucijada concreta: una generación de mujeres atravesadas por el feminismo, la terapia y la inteligencia emocional, y muchos hombres que, dice, no están aún en ese proceso. «Llevamos años leyendo, yendo a terapia, cuestionando el amor romántico. Ellos, en general, no. Nosotras vemos claro que preguntar cómo estás, no desaparecer cuatro días o nombrar la relación no es un lujo, es lo básico. Pero durante mucho tiempo hemos tratado lo básico como si fuera algo extraordinario», explica.

Ese desfase que Carla describe se refleja también en los datos. El estudio Desajustes en la búsqueda de pareja: educación y valores de género en el mercado matrimonial español, publicado por el Centre d’Estudis Demogràfics en 2024, muestra que entre las mujeres con estudios superiores que buscan relaciones igualitarias no hay suficientes hombres compatibles: detecta un déficit masculino que deja entre un 12% y un 15% de ellas sin posibilidad real de encontrar una pareja heterosexual con su mismo nivel educativo y valores igualitarios, aunque quieran.

Y así, en casi todas las conversaciones aparece la misma idea: «Los hombres no están a la altura». Para Victoria, ha cambiado lo que espera de ellos y lo ha bajado a tierra en listas de cosas que ya no va a tolerar: comunicación pasivo-agresiva, malos hábitos, incapacidad para hablar de emociones… «Lo que yo no quiero para mí, no lo voy a querer en mi pareja», resume.

A Carla Galeote no le tiembla la voz cuando afirma que ve a sus amigas «muy por encima de las parejas que tienen. Las veo más inteligentes, con una proyección profesional más ambiciosa, y a ellos los veo un poco pasando como de puntillas, porque a los hombres nunca les han exigido nada«. Y sigue en su diagnóstico: «Nosotras nos hemos trabajado mucho y ellos, en general, no. No se trata de superioridad moral, es que no estamos en el mismo punto», aclara.

Con la visión que le da sus años de experiencia al frente del Programa MIA, Sandra Ferrer introduce matices. «El hombre está descolocado. Ha perdido el rol tradicional y no se ha construido aún el nuevo. La mujer está cansada. Ha sostenido demasiado», resume. En su día a día escucha una y otra vez el mismo desgaste: mujeres agotadas de poner la energía, de sostener la relación, de traducir emociones propias y ajenas y de sentir que muchos de sus compañeros sentimentales se han quedado atrás.

Soledad elegida

En las historias de Victoria, Luz y Carla aparece un hilo común: la soledad dejó de ser un vacío y empezó a ser un lugar habitable.

Victoria lo cuenta con naturalidad: «Empecé a filtrar quién podía estar a mi lado, no solo chicos, sino también amistades, incluso familia. Y cuando filtras así, se van los dramas innecesarios», recuerda. Lo que antes consideraba aislarse, ahora lo vive con un nuevo orden y una nueva prioridad. «Estoy en el momento más estricto y más feliz de mi vida», explica.

A Luz le ocurrió algo parecido: se sorprendió al notar que la soledad ya no le dolía. «Antes sentía una tristeza infinita al sentir soledad estando en pareja. Ahora la soledad es calma y bienestar», resume.

Luz habla de desengancharse del subidón de sentirse deseada, de reencontrarse con el silencio y, por primera vez, de poder escoger qué quiere en cada momento desde la más absoluta libertad sin depender de nadie. «La soltería escogida es una manera de protegerme y de cuidarme», resume.

Galeote, por su parte, confiesa estar aprendiendo a estar sola: «Yo llevo mucho tiempo soltera, pero siempre estaba encadenando relaciones esporádicas con la intención de que fuesen duraderas». Y ahora eso ha cambiado: «Entonces, el irte a dormir sin esperar un mensaje, el levantarte sin esperar un mensaje… para mí esto es un momento de liberación y de paz. Nunca había sentido tanta paz como ahora mismo».

En paralelo, estas pausas generan otro efecto, un cambio silencioso que quizá sea el más relevante: desplazar el amor romántico del centro. Victoria lo nota en su vida práctica. Cuando sacó a los hombres del centro, apareció tiempo y energía para cosas que ni sabía que le gustaban. Aparecieron huecos para proyectos, amistades, aficiones y deseos que habían estado dormidos.

Así, cuando se deja de invertir tanta energía en la pareja (o en la búsqueda de pareja), emergen otras partes de la persona que estaban dormidas. Para la psicóloga Sandra Ferrer, esto tiene una explicación: «La pulsión de vida siempre va a algún sitio. Si no va al amor, va al trabajo, a los viajes, a la creatividad. Darte un tiempo sin romances puede abrir espacio a todo eso», resume.

El deseo sigue ahí

Hablar de celibato voluntario no es hablar de apagar el deseo. Lo que cambia es el destino de la energía: a quién se entrega, cuándo y con qué condiciones. «Ya no me apetece entregarme en situaciones que siento vacías», explica Victoria, que durante su celibato no ha prescindido del deseo, pero solo concibe el sexo si hay vínculo y confianza.

Desde la consulta, Ferrer cree que este debate suele simplificarse. «No existe el ‘sexo sin nada'», advierte. «El sexo es muy expositivo. Está trivializado, pero no es solo carne y placer. Se levantan costras emocionales aunque no quieras hacer un proyecto de vida con esa persona».

Galeote llega a conclusiones parecidas: no anula su deseo sexual «porque entonces eso sería un celibato religioso». Lo que espera de otra persona tiene que ver con cuidados, responsabilidad emocional y respeto. «Si eso no está, no me compensa», resume.

Además, introduce un matiz: el celibato voluntario de muchas mujeres no se parece a las narrativas masculinas incel (involuntary celibate). No nace de la frustración convertida en rabia ni del resentimiento contra quienes no las eligen. Es, más bien, una forma de poner límites, de reclamar la propia energía sexual y emocional y de no devolverla donde no hay reciprocidad. «Nosotras no renunciamos a la sexualidad: la hacemos nuestra. Lo que dejamos de hacer es poner energía en vínculos que no cuidan», sintetiza.

Pareja sí, pero no a cualquier precio

Al hablar de celibato voluntario, ninguna de ellas está cerrando la puerta al amor. Más bien están moviendo el marco: pareja sí, pero no a toda costa. «Si aparece alguien que cumpla lo que yo entiendo por cuidados, dejaré el celibato», admite Galeote.

Victoria va en la misma línea. «No es que no quiera pareja nunca. En un mundo ideal me encantaría casarme, tener familia… Pero no a cualquier precio. Mis planes están antes; quien venga, que se acople, y yo también me acoplaré si merece la pena», dice.

Luz, por su parte, de momento se siente cómoda así. Habla de este tiempo como una etapa para escucharse a fondo, reconocer qué necesita y responderse con honestidad antes de actuar por impulso.

Al final, lo que comparten las tres historias es que el celibato voluntario, más que un sacrificio, es un reordenamiento de prioridades, deseos, heridas y energía. Un tiempo para colocarse en el centro sin dejar de mirar, de reojo, lo que pueda venir después. Porque, como recuerda Ferrer, «jamás se está del todo preparado para volver a vincularse», pero cada vez son más las que prefieren llegar a ese encuentro sin haberse tenido que encoger para que otro quepa.

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