Hay proyectos que siguen un proceso marcado, y otros que aparecen casi sin avisar. Para la pareja de arquitectos Anna y Eugeni Bach, este comenzó cuando sus hijos, Uma y Rufus, les preguntaron por qué nunca les habían hecho una casita a ellos. La frase, tan directa como inocente, acabó convirtiéndose en una obra que resume una forma de trabajar: construir con las manos, entender la escala desde la mirada de los niños y devolver a la arquitectura un carácter cercano que a veces se diluye en los encargos más formales.
Durante dos semanas, en la granja de los abuelos en Pälölä, Finlandia, la familia levantó un volumen de 13,5 m² que es a la vez juego, espacio doméstico y recuerdo compartido. Una construcción que surgió sin grandes pretensiones y que, precisamente por eso, tiene un gran valor emocional.
Una casita de madera que empieza en una sección

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Tiia Ettala
El proyecto parte de un principio sencillo: una sección repetida en dos módulos idénticos orientados en sentidos opuestos. Con esa idea se organiza todo. Uno de los volúmenes alcanza doble altura, suficiente para que los adultos entren cómodamente. El otro reduce la escala y crea dos niveles unidos por una escalera ligera que invita a explorar el interior. Desde fuera, el conjunto aparece compacto y casi abstracto, sin referencias rápidas de su tamaño real. Por dentro, en cambio, surge la imagen reconocible de la casita que todos dibujábamos de pequeños, con dos cubiertas simétricas que ordenan el espacio.
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La familia Bach juega con esa mezcla de síntesis y lectura simbólica: un salón posible, una cocina imaginada, un altillo que se transforma según las aventuras de cada día. La arquitectura no se limita a definir estancias, sino que permite que los niños interpreten el espacio a su manera.
Madera, memoria y aprendizaje

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La casita está construida íntegramente en madera siguiendo técnicas tradicionales de los graneros finlandeses. Los listones mantienen la separación exacta de un clavo para asegurar la ventilación natural. La cubierta se resuelve con tablones ranurados superpuestos que evitan filtraciones sin necesidad de sistemas adicionales, y unos pequeños vierteaguas de chapa galvanizada rematan los puntos más expuestos sin complicar el conjunto.
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Buena parte de la madera procede de la misma granja: abetos plantados por el bisabuelo y cortados por el abuelo. Un detalle que aporta una dimensión emocional que no suele aparecer en los proyectos habituales. El resto del material se obtuvo en la ferretería del pueblo, manteniendo un proceso simple y cercano.
El acabado exterior incorpora franjas blancas verticales que continúan por la cubierta y que subrayan la sección que dio origen al proyecto. El resto de la madera se ha quedado sin tratar para que, con el tiempo, adquiera un gris natural que hará más evidente el paso de los años y el crecimiento de los niños. Así, entre los manzanos del entorno, la casita tiene una presencia sencilla, casi festiva.
Cuando construir es un acto de transmisión

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Más allá del resultado final, lo significativo fue el proceso. Los arquitectos Anna y Eugeni Bach levantaron la casita junto a sus hijos, pieza a pieza. Para ellos, ver cómo una idea se convertía en estructura fue tan importante como el resultado. Entendieron el valor del esfuerzo, del tiempo y de la constancia. La arquitectura, en este caso, funcionó también como herramienta de aprendizaje.
Quizá por eso esta casita de 13 m² tiene tanta fuerza. No busca destacar ni convertirse en un icono. Es un lugar construido en familia, pensado desde la escala del juego y destinado a formar parte de la memoria de quienes participaron. Una casa pequeña, sí, pero con un significado que crece con ellos.