No es original ni es nuevo entablar relaciones sentimentales con desconocidos. Nos pasa a todos. En el autobús, en la música o la literatura. Las carpetas de instituto de los noventa estaban forradas justo de eso. Un eso tan intenso que no quedaba un centímetro que explicase cómo era aquel archivador cuando salió de la papelería. Algunos, demasiado tímidos como para exponernos en público –es curioso–, no forrábamos carpetas para mostrarnos al mundo. Creábamos mundos en nuestro cuarto, capillas sixtinas a base de forrar paredes que desconchábamos de tanto mirarlas. No sabíamos que el tiempo pasaría. No sabíamos que nos cansaríamos de ver aquel póster, que lo cambiaríamos por otro, que nos iríamos de casa ni que volveríamos malheridos. No sabíamos que nos iríamos de nuevo para volver de visita con un bebé bajo el brazo ni que aquellas paredes del cuarto acabarían como nunca las imaginamos: de color blanco. No sabíamos que aquel tipo que, como los túneles de Extremadura, aparecía y desaparecía de la vida, en realidad estaría siempre acompañando con más o menos intensidad. Lo seguirá haciendo en el futuro y para siempre porque, cuando el arte nombra hijos predilectos, les regala inmortalidad.

No daba prácticamente entrevistas y, vistas las pocas y desganadas que dio, se agradece mucho que se negara. Cuando conoces demasiados rincones de alguien a quien admiras, es cuestión de tiempo que dejes de hacerlo. Que hablen las canciones por mí, decía sin decirlo, pero todos lo entendíamos. Los profetas de cualquier religión, y esta, desde hoy, lo es, no dan entrevistas, dejan textos para que los interpretemos. Le dieron una medalla en su tierra y la noticia es que fue a recogerla. Con vaqueros y camiseta blanca, aceptó el galardón de manos de las autoridades y aprovechó para pedir locales de ensayo para los chavales en todos los pueblos de la zona. Para pedir el salario mínimo ya hay otra gente, yo tengo que pedir para los artistas que ya lo son y los que podrían serlo, explicó. Un tío práctico, como demostró durante toda su vida fabricando cientos de unidades del producto más útil que uno puede fabricar: compañía para la gente. Hombros sobre los que llorar. Lemas sobre los que celebrar. Sintonías que recordar. Se recuerdan sin la ayuda de una gran industria que se resistió a abrirle las puertas. Su arte, en tiempos sin internet, llegaba por otra vía. Si en los años setenta conocías el chiste de Carrero Blanco del vino por las nubes y en los años noventa su música, no es que te lo contase la tele, sino que ibas a los bares adecuados.

A pocos kilómetros de donde me había tocado mudarme, descolocado y sin saber dónde estaban mis amigos, sacó su primer disco, pero era un niño demasiado pequeño para enterarme. Los siguientes discos me sacaron a mí. Creo que soy esto, pensé. Y lo era. De una forma u otra, uno es el arte que decide consumir cuando descubre que respirar no va solo de pulmones. Esa primera inhalación, ese meconio cultural elegido, marca. O al menos acompaña. Conmigo lo hizo muchas veces. En festivales de música fue banda sonora de mezclas suicidas de alcohol con refrescos pasados de rosca. Acompañó rupturas, nuevos amores y autobuses con retraso de camino a clase. Cuando nació mi hijo y tocaba pasearlo pasillo arriba y abajo, no le puse, para presentarme, el último disco de Foo Fighters que andaba escuchando esos días, sino uno de los suyos. Uno que ya nunca escuchaba: y si fuera mi vida una escalera me la he pasado entera buscando el siguiente escalón, convencido que estás en el tejado esperando a ver si llego yo. Con días de vida era demasiado pequeño para entender que aquello era un te quiero, pero en cambio se cagó inmediatamente encima, lo que me pareció un gesto muy rockero. De camino al hospital para ver a mi padre, volví a escucharlo con intensidad de adolescencia porque cuando uno necesita compañía y cariño la busca en los seres queridos. Robe Iniesta lo era. Lo echaremos de menos. Y, aunque no nos lea, gracias por tanta compañía.

No es original ni es nuevo entablar relaciones sentimentales con desconocidos. Nos pasa a todos. En el autobús, en la música o la literatura. Las carpetas de instituto de los noventa estaban forradas justo de eso. Un eso tan intenso que no quedaba un centímetro que explicase cómo era aquel archivador cuando salió…

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