La capital tinerfeña celebra medio siglo del Olympo, edificio que ideó el entonces joven arquitecto José Miguel Molowny que, con menos de treinta años, se codeó en el frente de la ciudad con históricos como José Enrique Marrero Regalado, autor del Cabildo de Tenerife; Miguel Martín-Fernández de la Torre, que creó el Casino de Tenerife, o Luis Lozano Losilla, diseñador del emblemático edificio de Correos y Telégrafos de Santa Cruz de Tenerife, que culminó Tomás Machado y Méndez Fernández de Lugo.
El rascacielos que cambió el skyline
En 1975, Santa Cruz incorpora a su skyline este rascacielos de 19 plantas y 57 metros de altura con una volumetría inconfundible donde antes hubo una manzana de edificios antiguos, entre ellos el hotel Orotava, propiedad de sus tías abuelas, una anécdota nada desdeñable en el caso del joven arquitecto.
El contexto de los años setenta
En los años setenta del siglo pasado, entre edificaciones sencillas y medianeras clásicas, emergían proyectos ambiciosos promovidos por empresarios retornados de Venezuela, caso de Luis González Tabares, un palmero de Mazo decidido a levantar un gran inmueble en pleno cuadrilátero. Molowny, que había regresado recientemente de sus estudios en Barcelona y empezaba a abrirse camino, no dudó en presentarse ante él: «Don Luis, yo soy arquitecto. Si pudiera, me gustaría colaborar».
Dicho y hecho. La respuesta fue tan inesperada como decisiva: «Yo confío en los jóvenes». El proyecto no empezó sobre un plano tradicional, sino que Molowny recurrió a una estrategia poco común: encargó un conjunto de pequeñas piezas de madera que reproducían la manzana a escala según la normativa vigente –edificación cerrada y seis plantas obligatorias–. Con aquellos bloques comenzó a mover volúmenes, restar piezas, crear vacíos y generar alturas diferenciadas. De otra forma: el Olympo nació como un rompecabezas que se construyó primero en madera, hasta que las proporciones empezaron a encajar.
Desafíos de la construcción
El verdadero desafío llegó cuando la construcción comenzó. El promotor deseaba tres plantas de sótano, una decisión que, en un entorno tan próximo al litoral, equivalía a excavar por debajo del nivel freático. Cada día, los operarios retiraban miles de litros de agua para evitar que la obra se inundara.
El momento más crítico ocurrió cuando el topógrafo lanzó una advertencia: «La losa se está inflando». El empuje del agua había elevado la base del edificio 11 centímetros. El fenómeno respondía a una ley física elemental, el principio de Arquímedes, pero vivirlo en una obra real era otra cosa. «Se me cayeron los huevos al suelo», recuerda Molowny con humor y el vértigo del paso de los años. La solución fue tan simple como exigente: duplicar las bombas y mantenerlas activas sin interrupción hasta hormigonar varios forjados. Solo el peso combinado del hormigón y la estructura consiguió que la losa dejara de comportarse como un barco a punto de zarpar.
La quiebra del promotor y la paralización de la obra
Cuando la estructura estaba prácticamente finalizada, en 1975 estalló la mayor dificultad del proyecto: la quiebra del promotor. González Tabares se había embarcado en la compra del hotel Europe –hoy Villa Cortés– en Playa de las Américas, operación que arrastró su liquidez. El golpe económico fue devastador. «Era un hombre honesto, pero quedó atrapado en una operación que lo superó».
La obra quedó paralizada entre 1976 y 1978. Los bancos embargaron parte del inmueble y la familia del promotor renegoció la deuda. Solo así fue posible reactivar los trabajos interiores y concluir definitivamente el edificio. El certificado final complementario se firmó en 1979, el mismo año en que Molowny inició su etapa institucional en el Cabildo.
Legado de Molowny
A lo largo de más de cinco décadas de trabajo, Molowny ha proyectado más de un millón de metros cuadrados, entre ellos, el edificio que cambió el frente de Santa Cruz. El nombre inmortaliza a su arquitecto, a quien llamaban Olympo en la facultad por sus magníficas condiciones atléticas. También magnífico arquitecto.
Saltador de pértiga y consejero de Deportes
Antes que arquitecto, José Miguel Molowny Barreto (Las Palmas de Gran Canaria, 1944) fue atleta. Campeón de Canarias de salto de altura y salto con pértiga, entrenó incluso en la mítica residencia Blume. «La mentalidad deportiva me ha mantenido siempre en pie. Hasta hoy sigo cronometrando mis caminatas como entrenamientos», confiesa. Junto a su faceta deportiva se sitúa su pasión por la escritura, que arrancó del celo de su padre, quien le hizo copiar el Quijote al dictado. Décadas después retomó este arte y ya suma ocho novelas publicadas que entremezclan el relato con el costumbrismo y lugares que marcaron a generaciones de chicharreros.
En José Miguel Molowny se cumple aquello de que de casta le viene al galgo. Hijo único, creció en un ambiente culto, marcado por la influencia de su padre, delegado de Hacienda en las dos provincias, descendiente de los fundadores del periódico La Opinión, en 1909. A los 13 o 14 años ya sabía que sería arquitecto.
Cuando ya había finalizado el Olympo, en 1979, formó parte de la primera Corporación del Cabildo de Tenerife, donde fue consejero de Deportes con el presidente Galván Bello durante un mandato. Hoy, a sus 81 años, camina cada día como si siguiera entrenando, orgulloso de su mejor legado: tres hijas –una de ellas arquitecta, en Australia– y seis nietos.
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