Desde que Calixto Bieito descerrajó el candado del mito con aquella Carmen de legionarios sudorosos, toros de Osborne y erotismo sin carboncillo, la ópera de Bizet quedó emancipada del folclore de postal. La Sevilla de abanicos murió aquella noche de Perelada (1999). Y lo que sobrevino fue una legitimidad nueva: Carmen podía mirarse a sí misma sin pedir permiso al decorado. Toda producción posterior nace bajo esa sombra fundacional, obligada a tomar partido. La versión de Damiano Michieletto que llega ahora al Teatro Real opta por la tangencial: ni regresar al cartón piedra decimonónico ni prolongar la aspereza contemporánea de Bieito, sino refugiarse en una España imprecisa -años setenta u ochenta- sintetizada en una iconografía híbrida de wéstern poligonero y mojigatería local. Desierto almeriense, descampados, lupanares de carretera, coches sin rumbo: una geografía abstracta intercambiable con cualquier periferia mediterránea… o texana.
La dramaturgia de Michieletto avanza así por acumulación de símbolos gruesos: el lumpen caricaturesco -más evocador de cierta imaginería Torrente que de una realidad social reconocible-, la violencia escenificada como gesto latente, la libido masculina convertida en amenaza estructural. Su operación es clara: cancelar cualquier tentación costumbrista a cambio de un paisaje de brutalidad genérica, exportable al circuito internacional de grandes teatros e impactos superficiales. Es una españolada nueva, más nihilista que pintoresca, pero igual de artificiosa, heredera al fin del mismo gesto «exotizante» que ya animaba a Mérimée y a Bizet.
Dentro de este esquema narrativo se inserta el hallazgo dramatúrgico más original de la producción: la aparición recurrente de la madre de Don José, silenciosa figura de luto que recorre la escena como espectro premonitorio. No canta, no actúa: observa. Es una conciencia mortuoria y lorquiana (otro cliché) que certifica desde el primer momento que el drama está ya escrito, que asistimos a un destino sellado al que solo le queda cumplirse. Esa madre anticipa el crimen, funciona como un coro trágico sin voz, contamina de fatalismo cada escena y dota al conjunto de una densidad elegíaca ausente en otros elementos del montaje. Es, probablemente, la dramaturgia más afilada que propone Michieletto: convertir Carmen no tanto en una historia de pasión desbordada como en una tragedia circular narrada desde más allá de la muerte.
Ninguna de estas operaciones simbólicas alcanza la verdad que despliega Aigul Akhmetshina desde su primera entrada en escena. La mezzo rusa no interpreta a Carmen: la ejerce. Su voz, oscura y flexible, emerge sin engolamientos, con una naturalidad carnal que convierte cada frase en afirmación vital. No seduce: gobierna. No manipula: decide. Su Habanera no es coquetería estratégica sino proclamación ontológica. Su Seguidilla carece de zalamería: es una sentencia. Y su presencia escénica -animal, serena, magnética- domina incluso cuando permanece inmóvil. Basta que respire para que el teatro se organice en torno a ella.
Aigul Akhmetshina (Carmen) y Lucas Meachem (Escamillo). (Teatro Real/Javier del Real)
Akhmetshina compone una Carmen ajena tanto al folclore como al cliché de la femme fatale. No hay en ella histrionismo ni subrayado erótico: hay autoridad física, inteligencia emocional y una conciencia plena de los límites que está cruzando. Su muerte no es gesto terminal de melodrama sino aceptación lúcida del precio de la libertad. En un montaje propenso a la estilización superficial y efectista, ella establece la única verdad profunda: cuando canta, la ópera deja de ser postal para transformarse en tragedia.
El foso, por el contrario, opta por la asepsia. Eun Sun Kim dirige con una pulcritud casi quirúrgica. Todo está bien ponderado, equilibrado, disciplinado: texturas limpias, ritmo contenido, arquitectura sin fisuras. Pero la corrección es aquí anestesia. Falta abandono, riesgo, respiración teatral. Bizet suena hermoso y distante, como observado desde el microscopio de una lectura perfecta pero carente de vértigo. Los clímax no estallan: se administran. Los silencios no pesan: se rellenan. La tragedia avanza sin desbordar nunca el dique del control.
Aigul Akhmetshina no interpreta a Carmen: la ejerce. Su voz, oscura y flexible, convierte cada frase en afirmación vital
El reparto que rodea a Akhmetshina cumple sin especial relieve. Charles Castronovo ofrece un Don José abrupto, de emisión recia y gesto vocal tosco. Le falta progresión psicológica: su personaje parece enfadado desde el inicio, incapaz de mostrar el tránsito desde la ingenuidad enamorada hasta la locura homicida. La célebre aria de la flor resulta solvente pero inofensiva: correcta sin emoción.
Lucas Meachem compone un Escamillo eficaz, sólido de voz, correcto de presencia, sin aura de mito. Adriana González traza una Micaela musicalmente impecable, honesta de intención, pero sin la urgencia expresiva que la convertiría en antítesis verdadera de Carmen. Todos cumplen su cometido; ninguno deja huella.
El mayor disparate iconográfico concierne al tratamiento extravagante de la tauromaquia. Porque los toreros llevan bigote, porque los banderilleros visten de oro, y porque Escamillo, cuando aparece de paisano, lleva consigo un carcaj de banderillas digno de una montería dominguera.
Aigul Akhmetshina (Carmen) y Charles Castronovo (Don José). (Teatro Real/Javier del Real)
Cualquier aficionado al toreo tiene razones sobradas para escandalizarse. Pero la producción no dialoga con la tauromaquia ni pretende entenderla. No somos los taurinos el público de esta Carmen, ni siquiera los espectadores españoles: el destinatario es el mercado global, al que basta una tauromaquia caricaturesca para activar el efecto de lo exótico.
Al final, por encima de la postal industrial, de la simbología desigual de Michieletto, de la dirección excesivamente controlada de Eun Sun Kim y de las prestaciones cumplidoras del reparto, permanece una certeza indiscutible: esta Carmen tiene un centro incandescente. Se llama Aigul Akhmetshina. Y cuando ella habita el escenario, Bizet deja de ser decorado y vuelve a engendrar la verdad.
Desde que Calixto Bieito descerrajó el candado del mito con aquella Carmen de legionarios sudorosos, toros de Osborne y erotismo sin carboncillo, la ópera de Bizet quedó emancipada del folclore de postal. La Sevilla de abanicos murió aquella noche de Perelada (1999). Y lo que sobrevino fue una legitimidad nueva: Carmen podía mirarse a sí misma sin pedir permiso al decorado. Toda producción posterior nace bajo esa sombra fundacional, obligada a tomar partido. La versión de Damiano Michieletto que llega ahora al Teatro Real opta por la tangencial: ni regresar al cartón piedra decimonónico ni prolongar la aspereza contemporánea de Bieito, sino refugiarse en una España imprecisa -años setenta u ochenta- sintetizada en una iconografía híbrida de wéstern poligonero y mojigatería local. Desierto almeriense, descampados, lupanares de carretera, coches sin rumbo: una geografía abstracta intercambiable con cualquier periferia mediterránea… o texana.