De un modo aún más frustrante que en su opera prima, VIDAS PASADAS, el nuevo film de Celine Song, AMORES MATERIALISTAS, tiene todo para ser una gran película, pero no lo es. Tiene el tema, el elenco, las ideas, el estilo, el tono y hasta la inteligencia de una gran película pero termina siendo menos que la suma de sus partes. Como los casilleros que deben simbólicamente marcar los candidatos a las citas románticas que su protagonista organiza, la película tilda casi todos los correctos, pero aún así no enamora. Hay una cierta magia que no se puede procesar como si fuera un Excel. Está o no está. Y acá aparece, de entrada, pero se va perdiendo con el correr de las citas. Perdón, de la historia.

La película de Song intenta, al mismo tiempo, ser una comedia romántica (o un drama romántico, tomando en cuenta el tono) y una reflexión sobre el género y sobre el concepto del matrimonio en general. Ya desde su arranque –con una curiosa escena que parece tener lugar en el Paleolítico y que muestra un romance ligado al intercambio de bienes materiales–, queda planteada su hipótesis: esta no es una película de amor, sino una sobre de qué hablamos realmente cuando hablamos de amor. Es un concepto inteligente y poco trabajado en un cine como el romántico que no se ocupa usualmente de pensar las relaciones en términos de bienes económicos, de conveniencia o de cálculo. Song se toma el incómodo trabajo de hacerlo, preguntándose (y preguntándole al espectador) qué es lo que se busca en una pareja que se piensa para toda la vida.

Lucy (Dakota Johnson, más comprometida en su papel que de costumbre, aún dentro de la frialdad de su personaje) es una mujer de treinta y tantos años que trabaja como matchmaker en una agencia de citas. Tiene clientes y clientas a quienes busca parejas de una forma, supuestamente, más humana y segmentada de lo que lo haría una aplicación. Sus clientes por lo general tienen mucho dinero, buscan gente de similar condición social y suelen ser muy precisos en sus condiciones: que sean de cierta altura, con menos de una determinada masa corporal, que ganen tanto dinero, que tengan entre tal y tal edad, y así. No quieren nada librado al azar. Buscan una especie de Frankenstein algorítmico que responda a sus gustos, necesidades u obsesiones.

La tal Lucy es buena en su trabajo porque lo toma como una planilla de negocios, un Excel con casilleros que completar y sabe conectar a sus candidatos a partir de sus precisas solicitudes. El film propiamente dicho se inicia –en una bella e impecable Nueva York propia del género– con ella logrando una boda entre dos clientes, algo que es considerado el máximo logro en la compañía para la que trabaja, en la que se celebra como un triunfo deportivo. Y Lucy no solo es invitada al evento sino que resuelve las angustias de la novia a la que le entran dudas poco antes de dar el Sí. Y lo hace a su modo: explicándole a la chica las conveniencias de algo que, en el fondo, tiene mucho de arreglo económico.

En la fiesta se presentan, casi al mismo tiempo, los dos hombres que marcarán sus siguientes pasos. Por un lado está Harry (Pedro Pascal, que viene trabajando a destajo), el hermano del novio, un elegante, seductor, amable y atractivo millonario al que ella quiere tomar como cliente, aunque es claro que él tiene otras intenciones. Y por otro está John (Chris Evans), un ex novio de Lucy que trabaja de camarero en esa misma fiesta, un «buen muchacho» que ya se acerca a los 40 y que todavía vive con roommates ya que no logra ganarse la vida como actor de teatro. Lucy intenta ser prescindente –dice que no le interesa casarse y se imagina viviendo siempre sola–, pero la trama la irá llevando a tener que decidir entre algo que podría definirse como el amor o el materialismo.

Song presenta sus ideas a modo de abanico temático. MATERIALISTS (el título original de la película es más directo que la traducción local) no se anda con vueltas a la hora de presentar una idea, si se quiere, hasta marxista del matrimonio, como algo que no surge a consecuencia de esa «superestructura» a la que algunos llaman amor romántico, sino como una forma de asegurar la herencia de la propiedad privada o como método de control. Es un juego que Lucy sabe, con desapego, jugar muy bien. El problema, claro, empezará cuando ella misma se involucre dentro de ese paradigma, ya que lo que suena bien en las planillas de cálculos no siempre funciona del mismo modo en la realidad.

El conflicto es original y Song sabe manejarlo, al principio, con inteligencia. Las escenas tienen un ritmo si se quiere lento, con conversaciones largas que no buscan ser chispeantes o ingeniosas sino que –como en VIDAS PASADAS— intentan revelar de entrada las ambiguas emociones y necesidades de los personajes. La directora evita el obvio plano y contraplano del género, deja por largos segundos la cámara en el rostro de sus protagonistas en silencio y propone un tempo entre reflexivo y melancólico que es inusual para el inicio de cualquier film romántico. Los actores son obviamente carismáticos y si bien el look de todos ellos es más propio de una película tradicional del género que de una deconstrucción del mismo, eso es algo que termina jugándole a favor al film, ya que lo ubica dentro del marco de la comedia romántica hollywoodense más o menos tradicional. Dicho de otro modo: AMORES MATERIALISTAS quizás sea un film de autor, pero se vende a sí mismo como otro subproducto de la industria del romance.

El problema del film es que, una vez que presenta su hipótesis, no sabe bien para dónde ir. Llegado cierto punto –y mientras Lucy empieza a salir con Harry, tiene una crisis laboral, piensa en John y así va y viene–, el guión escrito por la propia Song empieza a reiterarse, a volverse mecánico en diálogos que una y otra vez retoman las mismas ideas y frases hechas en plan TEDTalk. Cuando Lucy, ya metida en una crisis personal profunda, sigue hablando en los mismos códigos empresariales aún en su vida personal, la película no parece encontrar la salida del loop en el que se ha metido. Y eso repercute en todo lo demás ya que las relaciones que tiene con Harry y/o con John no cruzan el umbral de la credibilidad que necesita el género para funcionar. La química no termina de aparecer, el dolor real (o el amor real) no «atraviesa la pantalla» y todo empieza a reducirse a una exposición teórica y algo fría sobre el amor, el matrimonio y el cine que no logra hacerse carne en los personajes.

AMORES MATERIALISTAS es, sin duda, una película inteligente y una que pone sobre la mesa ideas que pocos cineastas –Woody Allen es uno de ellos– han sabido incorporar al género romántico. Pero ahí donde el realizador neoyorquino, en sus mejores films, lograba congeniar ideas complejas con historias románticas duraderas (basta recordar ANNIE HALL o MANHATTAN), Song no consigue atravesar esa barrera, ofreciendo la propuesta pero sin alcanzar los resultados. Es difícil precisar exactamente en qué falla –uno puede puntualizar problemas, pero hay además algo inasible que brilla por su ausencia–, aunque es evidente que la película jamás llega a producir las emociones que supone alcanzar. De hecho, un largo plano que acompaña los créditos de cierre de la película es más significativo y, a su manera, emotivo, que el final propiamente dicho de la historia. Y ese plano, a su modo, confirma que las ideas de Song son más interesantes que sus personajes.