Cuando el Gobierno decreta el traslado forzoso de las personas mayores a colonias remotas, una mujer de 77 años decide escapar y adentrarse en un viaje decisivo por el Amazonas. Así comienza El sendero azul, la nueva película del brasileño Gabriel Mascaro, presentada en la Sección Oficial de la Seminci tras lograr el Gran Premio del Jurado en la Berlinale. La cinta construye una distopía íntima y conmovedora sobre la vejez, la libertad y la resistencia frente a una maquinaria institucional que, bajo la promesa de un «futuro para todos», termina erosionando la autonomía de los cuerpos envejecidos.
El origen del relato nace de una vivencia personal del propio director. «Mi abuela empezó a pintar a los 80 años, cuando murió mi abuelo», recuerda Mascaro (Recife, 1983). Aquella experiencia le reveló que el final de una etapa también puede ser el principio de otra. Esa convicción atraviesa a la protagonista del film, una mujer que se rebela contra el destino que otros han diseñado para ella y desafía la idea de que en la vejez solo queda resignarse. Su fuga es, en realidad, una afirmación radical de vida.

Aunque la historia se desarrolla en un contexto futurista, el cineasta subraya su inquietante cercanía con el presente. «Se ha normalizado que, cuanto mayor es un cuerpo, menor es su libertad», afirma. El sendero azul habla de esas violencias sutiles que infantilizan a las personas mayores y las apartan del centro de la sociedad. Al mismo tiempo, se propone como un puente entre generaciones, una invitación a repensar colectivamente qué modelo de convivencia se quiere construir.
Mascaro reconoce la influencia de Una historia verdadera (David Lynch, 1999) y reivindica la falta de relatos protagonizados por personas mayores en el cine contemporáneo. «Las aventuras parecen reservadas a los jóvenes», señala. En su película, además, ese desafío se duplica al situar en el centro a una mujer, un cuerpo todavía más invisibilizado en la pantalla.
Tras el impacto de Divino Amor (2019), este cuarto largometraje tardó casi diez años en ver la luz por las trabas de financiación durante el Gobierno de Bolsonaro. «Tuvimos el apoyo, pero no la liberación del dinero. Estuvimos a punto de renunciar», confiesa el director. El resultado es una obra delicada y valiente que reivindica el derecho a seguir soñando hasta el final.
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