En el momento de componer Tristan und Isolde, Richard Wagner estaba intensamente influido por las ideas del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, especialmente las expuestas en su gran obra El mundo como voluntad y representación (1818). Una de las cuestiones a las que Schopenhauer dedicó más espacio y esfuerzo fue el amor, que consideraba una de las fuerzas motrices más importantes del universo, una energía inevitable a la que todo ser humano debía abandonarse voluntariamente, no solo para garantizar la continuidad de nuestra especie, sino también para encontrar sentido en una vida que, lamentablemente, está condenada a extinguirse.
Esta idea impactó a Wagner de tal manera que, sobre todo a partir de 1850, influyó en las capas más intelectuales de su obra: la tetralogía de El anillo del nibelungo, por ejemplo, está impregnada de estas tesis de Schopenhauer, al igual que Tristan und Isolde. Sin embargo, había un matiz en el que Wagner no estaba de acuerdo: para él, el amor no tenía por qué ser destructivo, como afirmaba el pesimista Schopenhauer, sino que podía ser una energía creativa incontenible. Su concepto del amor, claramente idealista, iba más allá del tiempo y la materia: no solo modificaba este mundo, sino que creaba nuevos espacios al margen de la realidad. Estas ideas, a las que hay que sumar su experiencia personal en aquellos años —su enamoramiento platónico de la joven Mathilde Wesendonck—, fueron las que dieron forma a Tristan und Isolde.
Bárbara Lluch en los primeros ensayos de Tristan und Isolde (©GTL)
A lo largo del tiempo, muchos directores de escena han estado poco inclinados, y aún hoy lo están, a dirigir Tristan und Isolde, una ópera que se considera demasiado difícil o directamente imposible. La justificación habitual parte de la idea de que es una ópera en el fondo abstracta, incluso metafísica, y que no existe manera satisfactoria de llevarla a escena. Cualquier intento, dicen, será un fracaso parcial, porque no podrá expresar completamente las emociones, la poesía y el sentido trascendente del libreto de Wagner.
«Bárbara Lluch parte, en su producción, de una experiencia personal: haber sentido un amor tan intenso que te evade del mundo e te integra en la inmensidad del universo.»
Sin embargo, aquí hay una nueva producción de Tristan und Isolde a cargo de Bárbara Lluch, en exclusiva para el Gran Teatre del Liceu, que asume este difícil reto planteando soluciones inteligentes para que las dos capas complementarias de la ópera —la historia y las ideas— puedan confluir en una experiencia conmovedora. Y la puerta de entrada que Lluch ha encontrado para asumir esta responsabilidad se basa en su experiencia personal: afirma que comprende a los personajes porque ha conocido la experiencia del amor total, sintiéndolo con la misma intensidad. «Yo he amado así», explica Lluch. «He vivido esa sensación de que solo con el amor tienes suficiente, que estás como drogada, que no necesitas ni comer ni beber, solo el aire para respirar y la presencia de la persona que amas.» Tristán e Isolda, incluso antes de beber la poción de amor en el primer acto, ya son personajes enamorados: la poción mágica y los personajes que los rodean —Brangäne, Kurwenal, Melot, el rey Marke— solo sirven para activar y acelerar una emoción que ya existía, llevando a la pareja protagonista a querer escapar de la realidad y a permanecer en su burbuja sin necesidad de nada más.
Tomasz Konieczny, Albert Casals y Roger Padullés durante un ensayo de Tristan und Isolde (©GTL)
Bárbara Lluch explica que, al pensar en la producción, nunca consideró una escenografía que presentara a Tristán e Isolda en un espacio reconocible del mundo. «Nunca me he planteado reducirlos a un espacio doméstico. Sería un error hacerlos comer, dormir… los empequeñece. El lenguaje que utilizan es demasiado grande para una silla. Es como entrar en una catedral: ante esta inmensidad, nada puede competir.» La primera imagen que tuvo Lluch para comenzar a desarrollar su producción —especialmente en lo visual— fue un cielo estrellado para el dúo del segundo acto: los dos amantes envueltos por todo el universo, que, aun así, les queda pequeño, porque su amor va más allá del infinito. A partir de ahí, empezó a pensar en espacios amplios y poéticos para los tres actos que fueran «útiles y bellos, y que no entorpecieran ni el libreto ni la música». La escenografía corre a cargo de Urs Schönebaum, quien ha diseñado entornos que buscan borrar los límites del escenario y ampliarlos mediante un ingenioso juego de perspectivas e iluminación, con una clara influencia de obras de pintores como William Turner, maestro de la luz en la segunda mitad del siglo XIX, y Anselm Kiefer, figura central de la abstracción en la segunda mitad del siglo XX.
«La escenografía reproducirá, para cada uno de los tres actos, espacios que juegan con la sensación de expandir hasta el infinito el espacio en el que se encuentran los personajes.»
Todo este marco escénico está, por tanto, diseñado para reforzar la idea central de la ópera: si según Schopenhauer el amor es inevitable, y según Wagner es una energía incontenible y creadora, la propuesta de Bárbara Lluch presenta el amor como una fuerza que no se detendrá ante ninguna circunstancia. «El corazón quiere lo que quiere», resume Bárbara, y ni la moral, ni la sociedad, ni el miedo podrán impedir que llegue a su destino, aunque deba ser muriendo, viajando —como dice Wagner— al «país del que nadie vuelve». Un famoso soneto de Francisco de Quevedo se titula «Amor constante más allá de la muerte», y Tristan und Isolde supera esta idea: es más constante y va aún más lejos, y es en esta experiencia de lo absoluto donde Bárbara Lluch quiere que nos adentremos a través de esta producción cósmica de la obra maestra de Wagner.