Nuevas observaciones clínicas muestran que los patrones alimentarios deteriorados intensifican síntomas emocionales, alteran neurotransmisores y dificultan la recuperación de personas con consumo problemático.
La evidencia respalda el rol de la dieta mediterránea y de la nutrición consciente como herramientas para mitigar la ansiedad, un fenómeno que se incrementa hacia fin de año.
Nutrientes como omega-3, complejo B y magnesio también apoyan la neuroprotección y podrían complementar terapias psicológicas y psiquiátricas en contextos de rehabilitación.
El aumento de la ansiedad hacia fin de año afecta tanto a estudiantes como a trabajadores y familias que enfrentan exámenes, cierre de procesos y mayor carga emocional. En ese escenario, los hábitos alimentarios suelen deteriorarse, lo que termina amplificando síntomas como irritabilidad, apetito desregulado, insomnio o incluso la búsqueda de recompensas rápidas en comida, alcohol u otras conductas adictivas.
Según la nutricionista clínica Alejandra Mora, profesional del centro especializado en adiciones Walnut, “el patrón que predomina en este
grupo de pacientes es la ansiedad”, y su presencia constante condiciona la forma en que las personas comen y manejan el estrés cotidiano. Esto debido a que los cuadros ansiosos y las adicciones comparten mecanismos neuroquímicos similares.
En ambos casos se activan circuitos de recompensa y liberación de dopamina que influyen en la elección de alimentos y en la necesidad de buscar alivio inmediato. La nutricionista explica que “estas sustancias generan una liberación exagerada de dopamina y el cuerpo luego intenta disminuirla”, un proceso que también se observa (aunque en menor escala) cuando las personas consumen alimentos altos en azúcar y grasa para calmar la tensión emocional.
Ese comportamiento alimentario suele dividirse en dos respuestas: quienes comen en exceso buscando calma rápida y quienes, por el contrario, pierden el apetito.
“La mala calidad alimentaria empeora la ansiedad”, afirma Mora, quien señala que muchos recurren a comidas grasosas, dulces o altamente
procesadas, mientras otros pasan horas sin comer, lo que aumenta la irritabilidad y precipita episodios de hambre descontrolada. En ambos
extremos, el efecto es acumulativo y termina reforzando la dependencia emocional hacia ciertos alimentos o sustancias.
Las personas con consumo problemático –desde alcohol hasta juegos en línea, comida o sustancias ilícitas– presentan con frecuencia
patrones alimentarios deteriorados, caracterizados por altos niveles de procesados y un bajo consumo de frutas, verduras, semillas y granos
integrales.
“En estos pacientes predomina el aumento de alimentos procesados como embutidos”, una dieta que, junto con los efectos fisiológicos del consumo, contribuye a la pérdida de masa muscular, el aumento de grasa corporal y un estado catabólico que debilita el organismo, resume Mora.
En esta dinámica, la alimentación no actúa como única, pero sí como un eslabón que puede intensificar o aliviar los síntomas. Periodos
prolongados sin comer, atracones nocturnos y dietas centradas en productos de gratificación inmediata generan alzas de energía seguidos de caídas abruptas, que afectan el ánimo y la autorregulación.
“Pasar muchas horas sin comer hace que las personas lleguen con vacío y coman todo rápidamente” sugiere la profesional del Centro Walnut. Se trata de un comportamiento que se repite en personas ansiosas y en quienes experimentan conductas adictivas.
Nutrientes y estabilidad emocional
La relación entre alimentación y salud mental tiene una base fisiológica conocida: la dopamina y la serotonina, neurotransmisores vinculados al placer, la motivación y la calma, dependen de precursores nutricionales que no siempre están presentes en dietas basadas en procesados.
Para Alejandra Mora, una parte del problema radica en el desequilibrio generado por los alimentos ultraprocesados y el consumo excesivo de azúcar y grasas de mala calidad (trans y frituras), que potencian fluctuaciones emocionales y aumentan la irritabilidad. Sin embargo, ciertos nutrientes pueden ayudar a restablecer este equilibrio.
“La tirosina actúa como precursor en la producción de dopamina”, explica la especialista, mientras que “el triptófano favorece la producción de serotonina”, ambos presentes en productos habituales como lácteos, carnes blancas, avena o plátano. Estas moléculas contribuyen a mejorar la estabilidad emocional y reducir la impulsividad alimentaria asociada a la ansiedad.
La ingesta de frutas y verduras es otro factor crítico. La profesional del Centro Walnut enfatiza que estos alimentos aportan compuestos antioxidantes que actúan como protectores del sistema cognitivo, ayudando a disminuir el daño oxidativo producto del estrés y del consumo de sustancias, y favoreciendo un funcionamiento cerebral más estable.
El omega-3 es, por su parte, uno de los nutrientes más estudiados por su impacto en la salud mental. “El omega-3, el EPA y el DHA tienen
beneficios en memoria y función cognitiva, y ayudan a proteger el cerebro”, afirma Mora. Su presencia regular en la dieta contribuye a
reforzar la neuroplasticidad, un elemento relevante para personas que buscan modificar hábitos arraigados, incluidos los relacionados con ansiedad o conductas compulsivas.
El magnesio, presente en frutos secos, legumbres y hojas verdes, también juega un rol clave. La especialista remarca que “el magnesio mejora la calidad del sueño y participa en reacciones cerebrales, actuando como cofactor para producir neurotransmisores”. Su déficit es común en personas con dietas desordenadas, lo que acentúa problemas de sueño y aumenta la irritabilidad.
La ingesta de estos nutrientes, en definitiva, puede generar un efecto acumulativo de neuroprotección que, si bien no reemplaza tratamientos psicológicos o psiquiátricos, sí puede reforzarlos y mejorar la respuesta emocional cotidiana.
El rol de la dieta mediterránea
Más allá de los nutrientes específicos, un patrón alimentario completo puede producir cambios más profundos en la regulación emocional.
Según la nutricionista del Centro Walnut, “la dieta mediterránea tiene la mayor evidencia acumulada en el tiempo y está asociada a mejoras en síntomas depresivos”. Basada en frutas, verduras, granos integrales, semillas, legumbres, pescado y aceite de oliva, esta dieta reduce la inflamación, estabiliza la energía y favorece un aporte constante de micronutrientes vinculados al bienestar.
Este modelo también destaca por lo que excluye: ultraprocesados, frituras, azúcares refinadas y carnes rojas en exceso. “Reduce alimentos de mala calidad como embutidos y comida rápida”, subraya la especialista. Para quienes enfrentan ansiedad, estos cambios pueden disminuir la frecuencia de peaks y caídas emocionales, así como las sensaciones de urgencia alimentaria.
En periodos de alta carga emocional, como el cierre del año académico o laboral, adoptar medidas sencillas puede reducir significativamente los síntomas. Mantener horarios regulares de alimentación, incorporar pequeñas colaciones ricas en fibra y evitar ventanas prolongadas sin comida son estrategias efectivas.
La especialista enfatiza que “pasar muchas horas sin comer hace que las personas lleguen con vacío y coman todo rápidamente”, un patrón
que puede evitarse con ajustes mínimos.
En este panorama, la denominada “nutrición consciente” es otra herramienta en expansión. Se trata de prestar atención a sabores, aromas, texturas y señales de hambre reales, en vez de recurrir a la comida como respuesta automática ante la ansiedad. Estas prácticas disminuyen la impulsividad y ayudan a separar el malestar emocional de las decisiones alimentarias.
Para Alejandra Mora, el objetivo no es convertir la alimentación en un tratamiento independiente, sino en un complemento accesible y cotidiano que favorezca el equilibrio emocional. En un contexto donde la ansiedad aumenta hacia fin de año y las conductas adictivas encuentran terreno fértil, comprender el impacto de la comida en el cerebro puede ofrecer un punto de apoyo para miles de personas que buscan recuperar bienestar y estabilidad.
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