En ocasiones, los motivos que llevan a un cómico a convertirse en cómico no tienen ninguna gracia. Así le ocurrió a Leslie Nielsen, que desarrolló su vis cómica para proteger a su madre de un padre maltratador al que solo relajaban las payasadas de su hijo. Y así, también, le sucedió a Jim Carrey, uno de los exponentes más evidentes del payaso de sonrisa triste. Porque en la vida de Carrey apenas ha habido un instante para lanzar al aire una carcajada sincera.

Jim Carrey nació en el Canadá, en el seno de un familia en la que uno rara vez podía sentirse en casa. Su abuelo era un alcohólico de carácter frío y distante, cuando no agresivo, y su madre sufría una aguda hipocondría responsable de que el síntoma más ligero se transformase en un inevitable heraldo de muerte. Carrey, que descubrió a los ocho años su talento para hacer imitaciones, lo ponía en práctica cuando experimentaba uno de sus episodios de hipocondría y solo así lograba sacarle alguna sonrisa.

Un cheque para el futuro

Si la familia Carrey seguía adelante, era gracias al sempiterno buen humor de Jim pero también, y sobre todo, al trabajo de Percy, el padre del actor. Cuando fue despedido, la fortuna familiar se vio sacudida por un temblor: en consecuencia, los Carrey se trasladaron a una caravana y la vida, para ellos, comenzó a adentrarse en las sombras.

Percy Carrey notó que a su hijo le ocurría algo. Ya no sonreía, ni hacía imitaciones, ni se revolcaba por el suelo para hacer reír a su madre. Su única vez en un escenario, ante un público reunido de cualquier manera, no había salido bien y terminaron abucheándolo. Jim Carrey, temió su padre, comenzaba a barruntar para sí un futuro trágico y ya estaba apartándose de sus sueños como gran histrión del cine.

Animado por su padre, Jim pulió su número y probó suerte, de nuevo, ante los espectadores. Esta vez, las carcajadas se escuchaban en los barrios vecinos, de los que venían visitantes para comprobar quién era aquel quinceañero que imitaba tan bien a Clint Eastwood. Antes de cumplir la mayoría de edad, Carrey cruzó la frontera con los Estados Unidos y se asentó en los Ángeles. Allí fue donde firmó el cheque al que, según él, le debe una carrera.

Acuciado por la desesperanza, el joven Carrey se extendió un cheque a sí mismo por valor de diez millones de dólares. Acto y seguido, se lo guardó en el bolsillo, consciente (o ilusionado) con la perspectiva de que algún día podría cobrarlo. “Me hizo sentir muy bien visualizar un futuro mejor”, contó el actor en el programa de Oprah Winfrey.