El cine español de la Transición fue mucho más que el destape. Y sus protagonistas, actrices que conformaron una generación emergente, entendieron que incluso con su cuerpo desnudo podían romper los estereotipos, imaginar nuevos modos de ser mujer. Como subraya en su inicio el libro colectivo Cuando las actrices soñaron la democracia (editorial Cátedra), coordinado por Gonzalo de Lucas y Annalisa Mirizio, esas intérpretes lograron una gran “repercusión en la sociedad al prefigurar nuevas formas activas del deseo y provocar desajustes y rupturas morales y sexuales”.
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La batalla no fue sencilla. Y sí, claramente desigual. Porque quienes escribían, dirigían y producían eran hombres. Detrás de las cámaras solo estuvieron Josefina Molina, Cecilia Bartolomé, Pilar Miró y, en una única ocasión, Ana Belén. Así que ellas aprovecharon los resquicios —y las alianzas artísticas con algunos directores que sí entendieron el cambio— que brindaba la interpretación: “El rostro reflexivo de la actriz sostiene los largos planos no desde la opacidad ni la ambigüedad, sino desde el dinamismo del pensamiento interior sobre un tiempo por venir: la agitación de una toma de decisión, que acaso conlleva la conciencia del precio que habrá que pagar por integrarse —o saltar— en la sociedad de consumo […] Este libro trata de esas imágenes en las que una actriz sostiene, en/con su mirada, las promesas de la transición”.
Charo López, en la serie ‘Los gozos y las sombras’.
En realidad, el volumen continúa el análisis de dos libros previos: El cuerpo erótico de la actriz durante los fascismos (1939-1945) y el monumental y fascinante El deseo femenino en el cine español (1939-1975). Y desde el principio confiesa que puede que las intérpretes no lograran construir una historia alternativa del cine español, pero sí destacaron en su labor de creación del sentido de las imágenes “frente a la política de autores” y que lograron configurar “un star system femenino inseparable tanto de las promesas democráticas como de las luchas feministas”.
Miguel Arribas, Carmen Maura y Joaquín Hinojosa, en ‘Tigres de papel’.
El libro recorre esa aspiración en tres grandes apartados: primero, para analizar su contribución al surgimiento de “nuevas subjetividades femeninas, soñadoras, excéntricas o disidentes, siempre impulsadas por el deseo de experimentar unas libertades más intuidas que reales”, como en casos palmarios como el del personaje de Berta Socuéllamos en Deprisa, deprisa (1981) y aunque algunos filmes no superen el test de Bechdel (prueba para evaluar el peso femenino en obras de ficción que exige que haya al menos dos mujeres con nombre propio que hablen entre sí sobre algo que no sea un hombre). Después desgrana esa radicalidad de la disidencia femenina a través de los resquicios que dejan los papeles de niñas, amas de casa, artistas, trabajadoras (como las que protagonizan la obra maestra del documental Numax presenta… (1980), de Joaquim Jordà) y quinquilleras.
Y acaba con el repaso individualizado de las carreras entre 1975 y 1992 de las líderes de ese movimiento: para encontrar sus voces han recurrido a entrevistas de la época, donde algunas verbalizan a las claras sus intenciones, para sorpresa de los periodistas. Por supuesto, quienes levantaron la voz o quisieron añadir matices a sus personajes fueron inmediatamente acusadas de problemáticas: ese muro contra el que chocaban ya lo había retratado en Francia en 1976 Delphine Seyrig (directora y actriz de Jeanne Dielman, 23 quai du commerce, 1080 Bruxelles) en Calladita estás más guapa. “Mientras se enfatiza en exceso la capacidad de seducción de las mujeres, como si esta fuera su única cualidad, se exige que sus potencialidades sexuales no vayan más allá de las exigencias del hombre y de la maternidad”, escribe Mirizio. Por eso Assumpta Serna y Amparo Muñoz son buenos ejemplos de cineastas “que no son figuras cómodas ni acomodaticias”.
Victoria Abril y Bibí Andersen, en ‘Cambio de sexo’.
Esas grietas se ven en pequeños gestos. El libro analiza cómo, por ejemplo, Ana Belén, a mitad de El amor del capitán Brando, habla, encarnando a una maestra, sobre la violación con un viejo exiliado político (Fernando Fernán Gómez), y lo hace usando la mirada y puesta en pie, por encima de él, para, a continuación, jugar y coquetear en una confrontación/seducción. Y cómo escucha la música en la radio en ¡Jo, papá! (ambas son películas de Jaime de Armiñán) “mientras vemos su mirada abismarse”. Esos gestos de resistencia apuntan a que, en aquel cine, la feminidad liberada “no coincide con la imitación de lo masculino”. Ana Belén sí logró elevar su voz cuando dirigió Cómo ser mujer y no morir en el intento.
Assumpta Serna, en ‘Matador’.
Cuando en diciembre de 1977 desapareció la censura y nació la calificación S el 2 de enero de 1978, la mayor parte de las actrices fueron invitadas u obligadas a desnudarse ante la cámara. Lo que no quiere decir que en varias ocasiones su trabajo se elevara por encima del destape gratuito: el libro repasa esa época desde María Luisa San José “personificando una transformación trascendental” a la nueva hornada de Ángela Molina, Ana Belén, Geraldine Chaplin, Carmen Maura, Amparo Muñoz o Patricia Adriani, que “construye un cuerpo claramente obsceno de cara al exterior pero indiferente respecto a sí mismo”.
Hay naturalidad ante su propio sexo, y es un arma con el que poder escribir su historia. A la vez aumenta la cosificación femenina con la desvergüenza que subraya las miradas inquisitoriales “que habían sobrevivido al franquismo”. ¿Qué mueve al cine español en esos años? “El predominio del deseo por encima de la realidad”. Y por ello, triunfa el cuerpo-imagen, con personajes-mujeres “que no son pensantes, sino puras sombras” de carne.
Amparo Muñoz, en ‘Mamá cumple cien años’.
Así que esos estallidos de libertad “no tienen propuesta programática o unitaria”, sino que las actrices hacen lo que pueden, “lanzadas a una experiencia de libertad inédita” que pone en crisis las “falsas certidumbres de feminidad asumidas por generaciones precedentes”.
Ana Belén y Ángela Molina, en ‘Demonios en el jardín’.
Solo será una tendencia coyuntural que acabará aplacada a finales de los ochenta: la ley Miró de 1983 deriva la producción fílmica mayoritaria hacia una creación autoral muy encorsetada y centrada en adaptaciones literarias de prestigio, matando aquellas películas singulares y más libres de la transición, con ejemplos tan gloriosos y tan reivindicables como Me siento extraña (1977), donde en el retrato de un amor lésbico, colisionan dos líderes de movimientos casi antagónicos: Rocío Durcal, exadolescente prodigio de comedias musicales pop del franquismo, y Bárbara Rey, representante prolífica del cine del destape.
Victoria Abril, en ‘Átame’.
El libro repasa a esas figuras de la disidencia desde sus roles: las amas de casa, el retrato de la mujer trabajadora, las artistas de la escena como las folclóricas y las folclóricas drags, o el cuerpo trans irrumpiendo y pidiendo su espacio en el relato; las niñas curiosas ejemplificadas en las crías de los filmes de Víctor Erice, y las quinquilleras, pandilleras que sobreviven en los márgenes sociales y que devienen en cimientos para el género del cine quinqui. Y lo hace también desde sus protagonistas, muchas de ellas antes mencionadas, como Carmen Maura, denominada la new woman de la primera transición, Ángela Molina, Assumpta Serna, Amparo Muñoz, la proverbial Charo López (que se lanza al exceso melodramático para dejar atrás su belleza o la vieja feminidad contenida), Verónica Forqué, Ana Torrent, Ana Belén, Victoria Abril (un terremoto en la pos Transición) o incluso Rafaela Aparicio, diferente a las demás por su cuerpo no normativo (a ella también le pidieron desnudarse “por imperativos del guion”, y siempre se negó) y sus roles de criada: “Sus personajes, con su particular excentricidad, expresaban una sexualidad distinta de la promovida por los desnudos eróticos de las actrices”. Todas lucharon con denuedo para dejar atrás roles de musas, novias o madres, de bellezas lozanas que se resquebrajaban lejos de sus hombres, de materialización de sueños de ellos mismos y alcanzar una cota aún a veces discutida: mostrarse ellas mismas y por sí mismas.
Ana Belén, en el rodaje de ‘Cómo ser mujer y no morir en el intento’.