¿Es esta la secuela/‘reboot’/‘compañera espiritual’ de la película original que no sabíamos que nos hacía falta? No necesariamente. El hecho de que hayamos colocado la manida frase entre signos de interrogación muestra las dudas que nos genera la nueva “Anaconda”, que cuenta con una primera parte realmente prometedora pero que, poco a poco, va cayendo en la medianía.
A estas alturas, cualquiera que tenga un conocimiento básico de la industria cinematográfica y que haya visto el afiche de esta producción sin saber nada más de ella reconocerá claramente que se trata de una comedia, porque los rostros de Jack Black y Paul Rudd en el material promocional no dejan duda del género que ha sido empleado. Y eso es positivo, porque, en realidad, no tendría sentido que hubiera sido de otra manera.
Ciertamente, en algún lugar del planeta, debe haber una persona capaz de escribir una entrega de “Anaconda” que sea absolutamente aterradora y considerablemente superior a la primera. Pero no sería fácil lograr esa meta si la idea fuera conservar tanto la clasificación PG-13 como el aspecto comercial de una cinta noventera que, para más señas, terminó convirtiéndose en un título de culto por pertenecer a otra categoría de uso popular en el imaginario cinematográfico, es decir, la de las películas “tan malas que son buenas”.
Al menos por ese lado, la nueva versión es inferior, porque tiene demasiadas cosas rescatables como para ser realmente mala y el suficiente número de momentos innecesarios como para ser realmente buena, lo que la coloca en una suerte de limbo que termina siendo lamentable, porque tenía el potencial de convertirse en una propuesta plenamente efectiva y extremadamente divertida.
Y no es que no coquetee con ello. Inicialmente, pese a desarrollarse sobre la base de una premisa ridícula (¿o gracias a ello?), el guión coescrito por el director Tom Gormican aprovecha plenamente las incuestionables bondades humorísticas de Black y de Rudd para darle vida a dos personajes que podrían habían haberse convertido no solo en figuras esenciales del género, sino que se inscriben dentro de una línea meta susceptible de conquistar los corazones cinéfilos.
De ese modo, Black se pone en la piel de Doug McCallister, un videógrafo de bodas con ínfulas de cineasta que intenta convencer a sus clientes de sus propuestas inusualmente artísticas, mientras que los posters en su oficina -que celebran al “Inferno” de Dario Argentino y a “The Blob” de Chuck Russell- dan cuenta de la fascinación propia de Gormican por el cine de terror de bajo presupuesto.
Por su lado, Ronald “Griff” Griffen (Rudd) es un actor de segunda (o quinta categoría) que tiene que conformarse con papeles extremadamente secundarios que intenta inútilmente engrandecer y que, durante la niñez, tuvo sueños de grandeza al lado de su amigo Doug, plasmados sobre todo en un cortometraje de nulo presupuesto, pero de inmensa originalidad.
Cuando Griff anuncia que tiene los derechos de “Anaconda” (una circunstancia casi imposible de creer, pero que encuentra explicación más adelante), Doug decide jugarse el todo por el todo para trasladarse a su lado hasta la Amazonía con la finalidad de rodar lo que él mismo describe como una “secuela espiritual” del “clásico” de Luis Llosa a la que se suman inicialmente sus amigos Kenny Trent (Steve Zahn) y Claire Simons (Thandiwe Newton) y, posteriormente, dos personajes brasileños interpretados por la portuguesa Daniela Melchior y el mineiro Selton Mello.
El hecho de que se hable de vez en cuando el idioma propio de la región en la que se desarrolla el relato es un punto a favor que, sin embargo, se pierde ante la decisión de filmar todo en Australia. Esto es particularmente inconveniente en vista de que, a pesar de sus modestas pretensiones en términos hollywoodenses, la cinta original se rodó realmente en la selva brasileña y aprovechó las maravillas visuales de esta para dar cuenta de una puesta en escena que, sin ser deslumbrante, resultaba mucho más vistosa que la que se muestra ahora.
Por supuesto -y por suerte-, las referencias al pasado y al trabajo de 1997 no cesan una vez que nuestros amigos se suben al barco que los llevará a través de la peligrosa aventura desatada cuando una serpiente de enormes dimensiones llega hasta ellos sin invitación alguna, empeñada en sumarse al reparto de su ansiada “obra maestra”.
El problema es que, a medida que la acción se incrementa, la historia se va volviendo menos interesante en términos cómicos, con escenas que no dejan de producir sonrisas pero que no provocan ni por asomo las carcajadas anteriores, lo que es una pena en vista de que tanto Gormican como su colaborador de escritura Kevin Etten fueron los guionistas de “The Unbearable Weight of Massive Talent” (2026), la ópera prima del primero, que se encontraba cargada de una hilaridad constante.
La impresión final es insatisfactoria justamente por lo mucho que se esperaba de un dúo creativo que, esta vez, parece haber decidido de manera consciente limitar sus ímpetus salvajes, lo que podría deberse a que, en el mundo real, Sony no ha perdido los derechos de “Anaconda” y estuvo igualmente a cargo de esta entrega (aunque, curiosamente, “The Unbearable Weight” era también un título de estudio, en su caso, de Lionsgate).
En el plano técnico, tampoco satisfacen las apariciones de la criatura, que fue desarrollada completamente con CGI, a diferencia de la cinta de Llosa, que combinó los trucos digitales con ‘animatronics’ para ofrecer resultados que, contra todo pronóstico, han superado el paso del tiempo de manera particularmente digna (como lo pudimos notar al revisarla hoy mismo, debido que se encuentra en Netflix).
Fuera de todo lo dicho, si se la ve con pocas expectativas, la “Anaconda” del 2025 no deja de entretener y sirve perfectamente para pasar el rato en medio de una temporada que, por razones evidentes, se inclina hacia el exceso de ternura.