A la pregunta de cuál es su color preferido, hay buenas razones para sospechar que su respuesta no será otra que el azul. No por dotes adivinatorias: la mayoría de los ciudadanos occidentales coinciden en esa opinión. En una encuesta realizada a 2.000 personas para el long seller Psicología del color (Editorial GG), de la alemana Eva Heller, un 46% de hombres y un 44% de mujeres lo escogieron como su predilecto, mientras que solamente un 1% de hombres y un 2% de mujeres afirmaron que no les gustaba. El verde, en comparación, contaba con un 16% de adeptos entre ellos y un 15% entre ellas. Inquiridos por los sentimientos que les inspiraba su favorito, los sujetos del sondeo coincidieron en asociarlo a emociones eminentemente positivas: la simpatía, la armonía, la amistad, la confianza. Aunque muchos de los participantes lo relacionaron con el frío, la inteligencia y lo masculino, en la tradición este ha sido, en contra de la arbitrariedad impuesta sobre la ropita de los bebés, un emblema de lo femenino: Iris (lirio), Celeste o Zafiro son nombres de mujer.

‘La habitación azul’, de Pablo Picasso. Evan Vucci (AP)

Con sus 111 tonos, del azul email al Chagall, del azul de Copenhague al de medianoche, este color encandila: a diario se ve blue jeans, en la calle se multiplican coches con esa pintura y, extendido sobre las paredes de nuestros hogares, infunde un efecto tranquilizador, tal y como relata Heller. El azul, como en aquella píldora, es el color de las cosas que no cambian. Solo hay un lugar donde el azul no gusta, y ese es el plato. En sus múltiples encarnaciones se antoja divino: vasto, profundo y artístico.

Innumerables escritores, pintores, cineastas y músicos le han cantado sus odas a la musa azul: Van Gogh, Picasso, Matisse o Helen Frankenthaler tuvieron fijación por él, vibra en la exaltación de la pasión del Azul de Rosa Regàs, emociona al ver la vida apagarse en las Noches azules de Joan Didion y en el Tangled Up in Blue del Nobel Bob Dylan. En el icónico Azul de la trilogía cinematográfica Tres colores, de Krzysztof Kieślowski, los filtros y los objetos se bañan de azul para evocar el leit motiv de la búsqueda de la libertad que abandera la película. La melancolía que transportan los aires del blues afroamericano proviene de su significado en inglés: el azul alude al sentimiento oscuro de la depresión (y también, como aquí el verde, a la pornografía).

Pinturas egipcias en Luxor. Nick Brundle Photography (getty images)

En lengua castellana, el poeta Rubén Darío escribió en Historia de mis libros que el azul es “el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental, el coeruleum, que en Plinio es el color simple que semeja al de los cielos y al zafiro”. En ese ensayo de 1916, el nicaragüense volvía así la vista a su obra magna, el celebrado libro de cuentos y poemas de 1888 que, con el evocador título de Azul…, inauguró vestido de esa tintura la era del modernismo literario en español, un repliegue del yo hacia el interior arropado por la búsqueda de la belleza formal y el simbolismo.

Caminando junto a las letras, aquel movimiento permeó todas las artes. Ya había sentenciado Víctor Hugo que “el arte es el azul” (l’art c’est l’azur), y sobre esa premisa y bajo el influjo del libro de Darío se inauguró en 2019 en CaixaForum Azul, el color del modernismo, un recorrido tras la estela de ese color en los pintores e incipientes cineastas del periodo de entre finales del siglo XIX y principios del XX. Con obras de Santiago Rusiñol, Joaquín Torres García o Gustave Courbet, aquella muestra probó que sí, el azul de origen natural y sus entonces novedosos tonos artificiales, como el azul de Prusia, resultó ser un color predilecto del modernismo. También los renacentistas europeos veneraron el fabuloso lapislázuli y, en el siglo XX, exploradores como el neodadaísta Yves Klein hicieron oficio de su búsqueda cercana a lo místico del azul más puro, materializado en el IKB, el Internacional Klein Blue.

‘El descendimiento’ (hacia 1436), de Rogier Van der Weyden. La composición de la escena y el destacado color azul ultramar dirigen la mirada del espectador a la figura de la Virgen.Museo Nacional Del Prado

Instalados en una visión abismada del azul, uno de los tres colores primarios junto al rojo y el amarillo, ni causa actualmente la misma impresión que les generaba a los modernistas ni ellos llegaron a él con la misma predisposición que sus antecesores. Como amplía la comisaria de aquella exposición de CaixaForum, Teresa M. Sala, “la percepción de los colores cambia”. Y explica: “No es igual ahora que cuando no existía la electricidad, o que cuando empezó a ampliarse la paleta a través de los pigmentos artificiales durante la industrialización”. Y, sobre todo, como ya introdujo Goethe en su Teoría del color (Editorial GG), conviene separar la óptica del color descubierta por Newton de la psicología de su percepción, algo que con el tiempo fueron asimilando todos los artistas y diseñadores contemporáneos.

‘El guante blanco’ (1925), de Miró, y ‘Vista de Notre-Dame’ (1914), de Matisse, en la exposición Miró-Matisse en la Fundación Miró de Barcelona. massimiliano minocri

Sujeto a las oscilaciones del gusto y las modas, la percepción del color es una cuestión de sentido, el de la vista, y también sensibilidad, esa de la que daba líricas pinceladas Rubén Darío en su descripción del “color del ensueño”, pero que el historiador Michel Pastoureau puntualizaría indirectamente en obras como su monumental Azul. Historia de un color (Folioscopio): no podría decirse que se trate de un color helénico ni homérico. Como también recuerda Daniel Entrialgo en el reciente Cuando el mar no era azul (Espasa), el autor de la Ilíada describe el mar como del color del vino, y por la imprecisión de la terminología que usaban y lo infrecuente de su plasmación artística, los estudiosos de finales del siglo XIX llegaron a plantearse la duda de si griegos y romanos eran ciegos de azul.

‘Untitled (Blue placebo)’, 1991, obra de Félix González-Torres expuesta en el MACBA de Barcelona en 2021.Marta Perez (EFE)

Ahora se sabe que los sentidos de las civilizaciones antiguas funcionaban exactamente como los nuestros, de modo que resulta crucial no ignorar “la distancia, a veces considerable, que existe en todas las épocas, todas las sociedades y todos los individuos, entre el color “real” (si es que ese adjetivo significa algo), el color percibido y el color nombrado”, como escribe Pastoureau. Para los romanos, al hecho de que el pigmento azul resultaba difícil de obtener y fijar con la naturaleza que tenían a su alcance, se sumaba la circunstancia de que lo relacionaban con los bárbaros, de tal manera que no existía ni un solo tono que les resultara aceptable. “Resulta poco estético cuando es claro e inquietante cuando es oscuro, [porque] se asocia a menudo con la muerte y los infiernos”, apunta Pastoureau.

‘La joven de la perla’, de Johannes Vermeer (1665-1667).Pictures from History (Pictures From History/Universal Images Group via Getty Images)

Listado como una de las maravillas de los viajes de Marco Polo, si existe una variante mítica del color azul esa es el ultramar, obtenido, como explica el diseñador italiano Riccardo Falcinelli en Cromorama (Taurus), de “la reducción a polvo de una piedra semipreciosa, el lapislázuli, que llega a Europa en naves provenientes de países lejanos, de ‘más allá’ del Mediterráneo”. Aunque existen depósitos de lapislázuli en minas de Chile, Zambia y Siberia, su procedencia fundamental se sitúa en las montañas de Afganistán.

En un viaje arriesgado en busca de aquella roca casi mágica, la periodista británica Victoria Finlay se trasladó en el 2000 hasta el hogar de los Budas de Bāmiyān, poco antes de que los talibanes destruyeran aquellas figuras colosales acompañadas de frescos decorados en azul. “El ultramar brillaba aún —apenas— en las arruinadas paredes”, rememora Finlay en Color. Historia de la paleta cromática (Capitán Swing), “y era extraordinario pensar que este fue el primer uso conocido del pigmento”.

‘Pared abierta’ (Open Wall), 1953, de Helen Frankenthaler, obra incluida en la exposición del Museo Guggenheim de Bilbao ‘Pintura sin reglas’.Rob McKeever (Gagosian)

Cuando en 2019 el Museo del Prado restauró una de sus obras más conocidas, La anunciación pintada por el temprano maestro renacentista Fra Angelico en torno a 1430-1432, la luminosidad recuperada del lapislázuli que decora las bóvedas y el manto que cubren a la Virgen resultó un auténtico descubrimiento: el pigmento, hasta entonces opaco y plano, volvió a la vida en su tono más intensamente brillante y profundo. “La diferencia reside en la calidad del ultramar y la técnica usada por el pintor”, sentencia Almudena Sánchez, la mano a cargo de aquella restauración. Dos cualidades excelentes de las que La anunciación puede presumir. “A partir del siglo XVII”, agrega Sánchez, “el lapislázuli se usa mucho menos, sustituido por la azurita, pero esta tiende a alterarse con el tiempo”. Viendo su extraordinario comportamiento después de 600 años, no extraña que el ultramar ostente el récord de ser el color más caro de todos los tiempos.

‘La anunciación’, de Fra Angelico. Museo Nacional Del Prado

Aunque el azul no se afianzó como un favorito hasta los siglos XVII y XVIII, apreciado por fin, como dice Pastoureau, como “un color bonito, el color de la Virgen y de los reyes” y rivalizando así con el rojo, desde un recién descubierto pigmento de época paleolítica hasta su utilización en los templos egipcios, la porcelana china o las vidrieras góticas, el azul se nos presenta como un color fascinante cuyas huellas pueden rastrearse a lo largo y ancho del curso de la historia. Como narra Benjamín Labatut en Un verdor terrible (Anagrama), incluso ha cambiado su rumbo: el primer pigmento sintético moderno, el azul de Prusia, dio origen al cianuro de hidrógeno empleado para elaborar el letal pesticida Zyklon, y fue usado por líderes nazis como Hermann Göring para suicidarse antes de recibir su castigo. Hoy ondea como el color de la paz, encarnado en una bandera azul, y en las vestimentas de todas las épocas ha sido la tintura más popular, extraída de la planta del índigo.

Su simbolismo, quizá por encima de otros colores, se despliega como un enigma inabarcable, un círculo cromático sin principio ni fin, como demuestra la amplísima impronta que ha dejado en las artes, y que llega hasta hoy inscrita en la obra de creadores actuales como el malogrado Matthew Wong. Ahora que las miradas brillan todo el tiempo con el azul que las pantallas reflectan en nuestras pupilas, quizá haya llegado el momento de salir a la calle y volver a observar el cielo a todo color, con sus sombras de gris nube, naranja amanecer o violeta crepúsculo.