El día que les iba a tocar el Gordo, Álvaro se vistió completo de negro, peinó su cabello recién cortado y salió de casa sin darle demasiada importancia a la lotería. No llevaba encima ningún presagio: ni amuleto, ni superstición, ni el temblor de quien cree que la suerte está a punto de tocarle el hombro.
En Villamanín, un pueblo de la Montaña Central leonesa donde el invierno reduce la vida a un puñado de calles y un sólo bar abierto, la lotería era, hasta hace una semana, una costumbre doméstica. Algo que se compraba «porque se compra», lo mismo que se compra el pan o se habla del tiempo.
Ahora es otra cosa. La lotería se ha convertido en un campo de batalla. Álvaro no es el único nombre en la diana. También están señalados otros 12 jóvenes, miembros de una comisión de fiestas que durante años ha hecho lo que hacen los jóvenes en los pueblos que se mueren: sostener una alegría artificial con trabajo real.
Organizar verbenas, buscar orquestas, montar juegos para niños, levantar barras en la plaza, pedir favores, perder horas. Pero en esta historia Álvaro se ha convertido en protagonista, primero, por la alegría; después, por el recelo. «Él eligió el número», se repite. «Él se encargó». En los pueblos, las frases se vuelven martillos.
Villamanín es un lugar extraño por su mezcla: casas adosadas modernas con fachadas limpias y persianas nuevas; y, a pocos metros, viviendas viejas que resisten como pueden, con muros fatigados y balcones de hierro oxidado.
En verano, cuando llegan las fiestas, el pueblo se hincha. Vuelven hijos y nietos. Aparecen coches de fuera. Hay música hasta tarde. En invierno, en cambio, todo parece recogerse: los pasos suenan más, la plaza se vacía antes, el bar se convierte en el termómetro de la convivencia. «Si hay fiestas, el pueblo sigue vivo«, dicen aquí los jóvenes.
Durante siete años, casi el mismo grupo de chavales se ha ocupado de eso: de que Villamanín no se apague del todo. La lotería era una de sus herramientas. Vendían participaciones pequeñas, de las que se pagan sin pensarlo: una parte para jugar —cuatro de cinco euros—, otra para la comisión —el euro restante—. Era un pacto tácito, aceptado y casi invisible.
Nadie llamaba a eso «negocio». Lo llamaban «fiestas». Este año, en realidad, la lotería estuvo a punto de no salir. «En principio no íbamos a hacer lotería, porque normalmente se encargaba Belén y dijo: este año no hacemos», cuenta alguien del entorno de la comisión. «Y Álvaro dijo: bueno, si queréis me encargo yo».
En esa frase hay algo de gesto generoso y algo de imprudencia juvenil, como si hacerse cargo de algo fuera siempre más fácil de lo que parece. Nadie vio peligro. Nadie imaginó que escoger un número y repartir papeletas acabaría en un salón abarrotado, con Guardia Civil en la puerta y gritos que se escuchaban desde la calle.
La ‘alegría’ del Gordo
El 22 de diciembre, cuando el número salió cantado, Villamanín celebró como se celebra en los sitios donde casi nunca pasa nada grande: con exceso y con orgullo, como si la alegría fuese una revancha.
Hubo abrazos en la plaza, entre cámaras de televisión. Brindis en el Hogar del Pensionista y frases lanzadas al aire, de esas que se dicen porque el cuerpo no sabe qué hacer con tanta euforia.
«Este año traemos a Rosalía», soltó uno, exagerando. «Vamos a tener las mejores fiestas de todo León«. Lo que vino después fue el derrumbe. El error —o el supuesto error— no apareció como una bomba, sino como un dato. Un taco de papeletas que no estaba donde debía.
Participaciones vendidas que no habían quedado consignadas. Un hueco en el respaldo que, al convertirse en cifra, dejó a cuatro millones de euros flotando en el aire, como una nube negra sobre un pueblo que acababa de brindar.
El dinero, aquí, no era abstracto. En Villamanín se habla de dinero con la misma naturalidad con la que se habla del frío: se sabe lo que cuesta ganarlo. Por eso el premio se vivió como milagro. Y por eso el fallo se vivió como una profanación.

Imagen del 22 de diciembre, durante la celebración del Gordo de la Lotería de Navidad en Villamanín.
César Sánchez – Ical
«Hay quien mata por mucho menos dinero», exclama un jubilado. Su familia, con una participación, está por la labor de renunciar a parte del premio para que todos cobren lo mismo. «Los niños no tienen maldad ninguna, ¿vas a dejarlos sin dinero por qué? Sin ellos no lo tendríamos nosotros».
Esa imagen —la de un pueblo entero con dinero nuevo en el bolso— tiene algo de cómico y algo de siniestro. De pronto, el bar ya no es solo un bar: es una sala de reparto. Un lugar donde la suerte se ha convertido en sospecha. «La tensión es terrible», resume un vecino, y baja la voz como si esa tensión pudiera contagiarse.
«¡A la cárcel!»
En el lugar, cuando cae la noche, el frío endurece las frases. El bar se llena, pero no se mira igual. Hay quienes entran, piden una cerveza, leen el periódico impreso y parecen no escuchar nada; pero se quedan encallados en las páginas que hablan del suceso de Villamanín.
Hay otros que se sientan en un rincón y hablan del tema sin decir el tema. Hay quienes se callan en cuanto perciben a un desconocido. Es un pueblo que ha firmado, sin firmarlo, un pacto de silencio; situación agravada ante la presencia de los numerosos periodistas llegados de todas partes de España.
En ese silencio, sin embargo, la culpa se reparte mejor que el premio. «Los chavales han cometido un error», dicen algunos, con una compasión áspera. «Son jóvenes. Llevan años haciendo cosas por el pueblo».
Otros no compran esa versión. Hablan de «trampa», de «listillos», de «picaresca», señalan a otros dos adultos también presentes en la comisión. En la televisión, el caso se convirtió en metáfora nacional. En las redes, en carnaza. Aquí, en el pueblo, se convirtió en una fractura íntima.
La reunión en el Hogar del Pensionista —la famosa reunión— fue larga y tensa. Para entrar, había que presentar la papeleta. Afuera, presencia policial. Adentro, gritos. Trece jóvenes frente a decenas de vecinos agraciados. En algún momento, alguien gritó «vais a ir a la cárcel».
En otro, uno de los jóvenes tuvo una crisis de ansiedad. Hubo lágrimas. Hubo padres protegiendo a sus hijos como si estuvieran de nuevo en el colegio. Hubo frases pronunciadas con esa crueldad accidental que aparece cuando el dinero cambia la temperatura moral de una habitación.
«Error, solo error, jamás mala fe», repetía el portavoz, según quienes estuvieron dentro. «¿Por 250 euros?». No todos quisieron escuchar. Al final, los jóvenes ofrecieron lo que podían ofrecer: renunciar a su propio premio, entregar sus papeletas premiadas como parte del pago, asumir la pérdida de lo que les correspondía.
Fue un gesto que, para algunos, salvó la noche. Para otros, no fue suficiente. El acuerdo se habló en porcentajes —»una quita», «un máximo»— y quedó en el aire, sin papeles, sin firma, sin cierre; todavía hasta el cierre de esta crónica. Un acuerdo de pueblo: frágil, emocional, reversible.
«Hemos perdido amigos», dice uno de los jóvenes, con los ojos húmedos y la voz rota. «Tenemos miedo de que circulen nuestras imágenes por redes por si a algunos nos despiden de nuestros trabajos o por si nuestros compañeros de universidad se piensan que hemos estafado a alguien», expresa otro.

La Plaza de la Constitución, más conocida como la del Ayuntamiento, llena de jóvenes este lunes durante la celebración de una yincana.
Julio César R. A.
La falsa normalidad
Este lunes, a pesar de todo, la plaza estaba festiva. Sonaba reguetón, se realizaba una yincana para niños. Había risas y carreras y una alegría casi obstinada, como si el pueblo intentara recordarse a sí mismo que todavía sabe celebrar.
A pocos metros, en el bar donde se había discutido el reparto del premio, ya se vende la Lotería del Niño. El número circula como circulan las cosas inevitables. «Sí, se está vendiendo», confirma Ángela, la camarera desde detrás de la barra. Lleva unas gafas rojas que le agrandan los ojos y le dan un aire de dibujo animado.
Habla rápido, como quien quiere quitar hierro. «Aquí siempre se vende». La lotería vuelve incluso cuando la lotería ha hecho daño. Esa es una de las paradojas de los pueblos: se aprende poco de las heridas si la costumbre es más fuerte que la experiencia.
En una mesa del bar, un grupo de cuatro adultos empieza a hablar del tema. Hablan con soltura hasta que notan la presencia del reportero que firma este artículo. Entonces bajan el tono. El relato se convierte en susurro. Cambian de asunto. Se protegen. O protegen a alguien. O protegen la convivencia.
«Es que está todo muy caliente«, dice un vecino, y mira la puerta, como si esperara que alguien entrara a escuchar. Un hombre llegado de León ha venido por curiosidad o por inquietud, o por ambas cosas.
«Me dijeron que iba a haber otra reunión aquí y quería saber en qué quedaba», cuenta. Dice que su hijo tiene dos participaciones, pero que no pudo venir. «Está trabajando». En su frase hay una normalidad que choca con el ruido mediático: la gente trabaja, incluso cuando el pueblo está en guerra por un premio.
Álvaro, mientras tanto, permanece en el centro sin estar en el centro. No concede declaraciones. Se mueve con discreción. En un pueblo pequeño, la discreción es un gesto inútil: todos te ven. Y, lo más duro, todos creen saber.
Para unos, él es uno de los responsables naturales: eligió el número, organizó el reparto, «se quedaron con el taco». Para otros, es el rostro que la historia necesitaba para volverse comprensible. Un protagonista involuntario. Alguien sobre quien cargar la tensión para que la tensión tenga forma humana.
«Esto ha dividido el pueblo», admite una vecina, sin dramatismo, casi como quien comenta que ha vuelto a nevar. «Reverdece cosas de antes». En estas latitudes, como en todos los pueblos, hay genealogías invisibles: rencillas viejas, familias que no se tratan, historias que pasan de generación en generación como se pasan los apellidos.
El dinero no crea esos conflictos. Los acelera. Los ilumina. Mientras, la comisión de fiestas dice que no hubo mala fe. Que todo fue un error. Que jamás existió trampa. Que lo único que querían era que Villamanín tuviera las mejores fiestas de la comarca.
Repiten una idea como un rezo: que el pueblo sea recordado por el Gordo, no por la guerra del Gordo. Pero ya es tarde para controlar la memoria colectiva. La memoria en los pueblos no la escribe quien quiere: la escribe quien puede sostenerla en el tiempo.

Una joven pasea con su perro por una de las calles de Villamanín a última hora de este lunes.
Julio César R. A.
El 79432
A la hora de dormir, mientras el bar todavía se llena y el frío aprieta, alguien devuelve sobre la barra el periódico del día. La foto muestra un salón abarrotado, caras tensas, un pueblo convertido en noticia nacional. En la televisión, el caso sigue girando: fuera del local un reportero y un cámara aguardan. En redes, siguen los insultos.
Circula incluso una canción hecha con inteligencia artifical que se burla del pueblo y de los jóvenes. La gente la comenta con una mezcla de vergüenza y rabia: duele que temiren desde fuera, duele aún más que te señalen.
«Es difícil descansar así. Muchos de nosotros vivimos fuera del pueblo, no sabemos si podremos regresar como antes», sentencia uno de los 13 jóvenes. Incluso fuera de Villamarín se recordará la historia del Gordo que tocó y se torció, el pueblo que celebró y se rompió, los jóvenes que organizaron una alegría y acabaron pagando una guerra.
Y, con ello, Álvaro, vestido de negro el día del premio, convertido en personaje por el simple acto de haber levantado la mano cuando nadie quería encargarse. Por haber decidido recorrer los 15 kilómetros que separan a Villamarín de la Pola de Gordón, donde en la administración de lotería local vio el 79432 y dijo: ese.
El «si queréis me encargo yo» pudo haber sido un gesto de vida. Ahora será una condena.