BarcelonaNo se fíe, amigos lectores, de las listas de libros para el verano que proponen los periódicos, con la excepción de éste: están al servicio de las editoriales y de las librerías, lugares en los que —esto puede pasar perfectamente— uno podría no encontrar ninguna edición del Convite, de Platón —lectura que les gustaría mucho a los adolescentes— o de La princesa de Clèves —ideal para toda dama que quiera y duela los amores adúlteros en verano. Las librerías están llenas de clásicos; muchas editoriales del país publican magníficas traducciones de libros escritos en lenguas extranjeras, más o menos antiguos, que podrían hacer las delicias de los lectores cualquier tiempo del año. Pero estos libros son aconsejados raramente.
Véanse, por ejemplo, cuáles nos podrían haber recomendado los periódicos, que encontrará o puede pedir al librero: la Ilíada, en traducción de Pau Sabaté; El Asno de oro, de Apuleo; Dafnis y Cloe, de Longus; el último Catulo editado en Adesiara; La hija del capitán, de Pushkin; Frankenstein, de Mary Shelley; Una habitación propia, de Virginia Woolf; Confesiones de Felix Krull o Mario y el mágico, de Thomas Mann —la reciente traducción de José y sus hermanos es una gran noticia, pero es más bien un libro para las vísperas de invierno, como Proust—; los Cantos, de Giacomo Leopardi; Orgullo y prejuicio, de Jane Austen; El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; Crimen y castigo —siempre disponible—, de Dostoyevsky, a quien Josep Pla llamaba «degenerado»; El mundo de ayer o Veinticuatro horas de la vida de una mujer, de Stefan Zweig; cualquier Tolstoi, que hay muchos en nuestra lengua; Nicholas Nickleby, de Dickens; La Historia, de Elsa Morante; Eugénie Grandet, de Balzac; Historias, de Robert Walser; A sangre fría o Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote; Baumgartner, de Paul Auster; Bartleby, el escribiente, de Herman Melville; El proceso, de Kafka; La casa Tellier, de Maupassant; La perla, de John Steinbeck; El agente secreto, de Joseph Conrad; Lo extraño, de Albert Camus; todos los relatos y cuentos que se encuentren de Chéjov; La marcha Radetzky, de Joseph Roth; los Cuentos, de Faulkner; El rojo y el negro o La cartuja de Parma, de Stendhal; el formidable Pickwick de Dickens-Carner, y el gordo de la colección Bernat Metge, fuente de casi toda la literatura y sabiduría de Occidente. Hay miles, no se los acabará. Pero casi ninguna se ve en las paradas el día de Sant Jordi y de muy pocos habla la prensa extensamente.
Todo esto, y muchas más cosas, está en lengua catalana; y las traducciones cada vez presentan una lengua de mayor calidad que muchos libros escritos «originalmente» en catalán. ¡Aún un esfuerzo, catalanes, si queremos ser republicanos!