Si el surrealismo fuese un cuerpo vivo extendido más allá del sistema nervioso central de París, Juan Ramírez (Las Palmas de Gran Canaria, 1935 – París, 2025) sería una de las terminaciones sensibles que activan impulsos en las extremidades del mundo.
Apodado por el artista esencial del surrealismo español Salvador Dalí como el «D’Artagnan» o «Don Quijote de la pintura», falleció en Francia el pasado 19 de julio tras una trayectoria de notable proyección internacional y, sin embargo, menos conocida en su tierra. Consigo deja atrás décadas de exploración artística en las que se vio obligado a cambiar Gran Canaria por el carbón de Bélgica y las galerías de Montmartre, para convertir la pintura en un acto ritual mediante la performance.
En su última voluntad pidió ser enterrado en Gran Canaria, su isla natal. Desde este miércoles, sus restos descansan en el cementerio de San Lázaro tras una ceremonia discreta presidida por su familia —sus hijos Igor y Victoria Ramírez— y acompañada por amigos, allegados y representantes institucionales como la consejera de Cultura del Cabildo de Gran Canaria, Guacimara Medina, y el director del Museo Néstor, Daniel Montesdeoca.
Nacido en Las Palmas de Gran Canaria en 1935, Juan Ramírez fue uno de esos creadores vocacionales a los que el arte se les cruza en su destino. A los 15 años ya exponía sus retratos en una sala pública, se presentaba a concursos de dibujo, se codeaba con miembros de la Escuela Luján Pérez y formaba un sólido tándem con el pintor Julio Viera. La muerte prematura de su padre significó para él un revés que le forzó a ser el sostén de la familia al ser el primer hijo de la familia.
«Nunca fue un pintor de alta alcurnia», reseña su sobrino Antonio Navarro. Inconforme con lo que le deparaba el destino, consiguió un contrato de tres años como trabajador de las minas de carbón de Saint-Quentin (Bélgica) para perseguir su sueño en los óleos franceses en plena dictadura franquista. Aquel oficio supuso un descenso a los infiernos y un objeto recurrente en su llama inapagable de la pintura, a través de la que aprendió que la materia oscura también puede ser punto de partida para la creación. «En medio de mi tormentoso día, la noche acaricia casi la mañana», decía.
Entierro del pintor internacional Juan Ramírez, discípulo de Dalí / José Pérez Curbelo
Fruto de un accidente laboral en el que perdió las uñas de su mano derecha obtuvo cinco días de permiso que empleó en visitar galerías de arte. «Mi padre me contaba que ser minero era casi tan peligroso como ser militar. Morían muchos trabajadores y fue un periodo muy complicado», recuerda su hijo Igor. Y así fue como todavía cubierto de hollín utilizó su permiso de descanso para visitar en Bruselas una exposición de Salvador Dalí.
Dalí lo recibió, escuchó y, fascinado por el carácter «magnético como el de un poeta», como describen sus familiares, invitó a Ramírez al hotel parisino de Le Maurice maravillado por los lienzos surrealistas que retrataban los horrores de los mineros. Más que una anécdota, aquel gesto definió una transmisión de linaje con el artista de Cadaqués hacia el pintor canario, llegando a reconocerle como su «hijo espiritual».
Entierro del pintor internacional Juan Ramírez, discípulo de Dalí / José Pérez Curbelo
Una vez vencida la duración del contrato en la mina, Ramírez ubica su taller vital en el barrio parisino de Montmartre, e inspirado por la ópera del artista pobre de La bohème, trabaja como retratista mientras desarrolla una de sus pinturas de carácter surrealista más reconocidas, Cristo minero. Dalí, que pasa a ser su camarada y uno de sus amigos más cercanos, accede a participar como padrino oficial en la serie que exhibe la crucifixión y el tormento de la minería.
De esta manera, Juan Ramírez pasa a ser el artista performático de la plaza de Tertre, que con toda teatralidad, Dalí bautiza en público con una espada sobre sus hombros, como si de un caballero se tratase y llamándole el «D’Artagnan» o el «Don Quijote» de la pintura. En Montmartre desarrolla una técnica performativa que atrae a la prensa. Ataviado con capa y sombrero de ala ancha, lanza huevos rellenos de pintura sobre el lienzo y luego esculpe los colores con una espada en la que en su extremo portaba un pincel.
Entierro del pintor internacional Juan Ramírez, discípulo de Dalí / José Pérez Curbelo
Esa forma de trabajar en el azar controlado y la violencia simbólica que definieron los principios del surrealismo acaban por acercarle a figuras de prestigio en Francia, como al expresidente de la República francesa, Jacques Chirac, el cantautor Georges Brassens o el compositor Johnny Hallyday. Más cercano a los experimentos de Michaux con la tinta o a los procedimientos gráficos de Max Ernst que a la pureza estética y técnica, su obra fue un alegato de libertad, abierta a la explosión, al accidente y un objeto fetiche compartido con Dalí: los huevos.
Andy Warhol lo acogió en Nueva York y su radio de reconocimiento se extendió al circuito estadounidense. En su periplo, también participó en exposiciones en Madrid, México, Acapulco, Montpellier.
Otro experimento vital fue su aislamiento en las cavernas de Saint-Jean-de-Fos, a 1500 metros de profundidad y ubicadas al sur de Francia, con el objetivo de convertirse en un «hombre prehistórico». Allí, en contacto con la piedra, sin luz eléctrica, pintó 25 obras dedicadas a la angustia, la claustrofobia y la pérdida de la noción del tiempo.
Esa búsqueda de lo originario, de lo ritual, de lo no domesticado por la razón, enlaza su obra con una vertiente profunda del surrealismo: la que no solo rompía con la lógica narrativa, sino con la domesticación del arte por la estética burguesa. En Ramírez, como en los mejores surrealistas, la belleza era convulsiva, sucia y viva.
En 2004 fue homenajeado en el Festival Surrealista de Lattes. En 2016 regresó a Lieja como «el ahijado de Dalí», reafirmando su lugar dentro del mapa no oficial del surrealismo europeo y una devoción al costumbrismo español. No trató de construir una carrera, sino un mito.
En la ceremonia en el cementerio de San Lázaro, Daniel Montesdeoca leyó una carta remitida por la presidenta del Cercle des Artistes Européens, Carmen Juarez, una amiga íntima del artista: «Juan no fue un simple pintor, fue un poeta del gesto, un mago del color y un caballero de la creación consagrado por el propio Dalí». Así, la tierra que lo vio nacer lo acoge en su descanso definitivo junto a sus padres. Y aquel pintor que hizo de la espada su pincel y de la pintura una huida del mundo regresa a casa.