César Mata

Sábado, 9 de agosto 2025, 20:10

El estío y la tauromaquia popular conforman una yunta indisoluble, no exenta de ecos antiguos y de un calendario marcado desde tiempo inmemorial por el ritmo de los cultivos y sus cosechas. Una cultura rural, vinculada, no tanto por devoción como por obligación, con la naturaleza y, en contraste singular, sus beneficios y sus sacrificios. Si la península ibérica es una geografía propicia y abundante en festejos taurinos, Castilla y León es una tierra con trapío que ofrece –pese a las amputaciones recientes- una riqueza y diversidad ritual inigualable. Un patrimonio vivo y dinámico, con una tipología que va desde los toros enmaromados (Benavente, Palazuelo de Vedija, Villafrechós) hasta los encierros tradicionales, sin olvidar el Toro Jubilo de Medinaceli, el Toro de la Vega (desactivada su esencia sacrificial por complejos ideológicos y cálculos electorales) de Tordesillas. Se trata, en los casos citados, de ritos de toro único, que requiere un tipo zootécnico y fenotípico que exprese la seriedad de astas y de hechuras prototípicas del ganado de lidia.

Además, un mismo tipo de festejo adquiere carácter propio y distintivo en función de la localidad y el escenario en el que se realiza, como sucede con las capeas o probadillas en el Coso peñafielense, o los encierros que se adentran en las poblaciones de Ciudad Rodrigo o Pedraza de la Sierra a través de sus arcos medievales. Historia, patrimonio y cultura taurina se funden en una diversidad festiva que desarrolla recursos turísticos y favorece la cohesión social alrededor de una afición y un tono emotivo de exaltación vitalista.

Sin duda, el rito primordial de la tauromaquia popular en Castilla y León es del encierro. Que, para ser tal, presupone la llegada de las reses desde campo abierto. Un festejo cuyos orígenes no son otros que el traslado pecuario por veredas y cañadas desde el lugar de origen, preferentemente una ganadería bovina, con carácter mercantil, lo que suponía que en muchos de los casos el destino era un matadero de la localidad. Ese traslado, con el paso del tiempo, en la época previa al ferrocarril, y dada la circunstancia de la casta, o media casta, de algunas de las reses, machos o hembras, que se movían en hatos de varias decenas de cabezas, propició la conversación de traslado como elemento de negocio entre comerciantes a un espectáculo festivo.

Un momento del encierro de Fuenteguinaldo, en Salamanca.

Un momento del encierro de Fuenteguinaldo, en Salamanca.

El Norte

Por otra parte, encerrar es, en el ámbito ganadero de lidia, la faena campera de llevar los toros desde los cercados hasta los corrales para ser embarcados. Una tarea que sigue desarrollándose a caballo, gracias a la pericia de los mayorales y vaqueros que ejercen su oficio necesario y arriesgado en las vacadas bravas.

Conviene, en este momento, aludir a lo que se conoce como espantes (o espantos), que podrían definirse como encierros a la inversa abortados, pues los vecinos se encargan de espantar a las reses, cuantas veces sea menester, para impedir que accedan a las calles de la población. Ledesma, en Salamanca, así como Fuentesaúco, Fuentelapeña, Vadillo de la Guareña y Guarrate, en Zamora, son las poblaciones que conservan estos peculiares y muy emocionantes festejos.

Curiosa plaza de toros con carros en San Felices de los Gallegos.

Curiosa plaza de toros con carros en San Felices de los Gallegos.

El Norte

Mientras que el universo taurino en la cultura popular está cargado de simbolismo y en muchos casos de un contenido sacrificial, vinculado con ritos de origen nupcial (toros de cuerda o enmaromados) o de transferencia genésica (el Toro de la Vega, cuando se alanceaba al astado), el encierro –no simplemente correr toros por las calles, pese a la confusión del vocablo- supone la consumación de una tarea en la que hombres, toros, caballos y bueyes se funden con un entorno natural, una escena de verdadera redención con el medio ambiente, muestra óptima de respeto y admiración por el paisaje y sus connotaciones de verdadero ecologismo.

Pese a las cada vez más crecientes dificultades que supone el desarrollo urbanístico de muchos municipios del mundo rural, y las implicaciones que afectan al tráfico de vehículos por vías públicas, además de las propias del coste económico directo que elevan el presupuesto a cifras elevadas, todavía en la actualidad se celebran múltiples encierros tradicionales en la mayoría de las provincias de Castilla y León.

Los elementos que configuran la calidad y prestigio de esta tipología ritual, se sitúan en la fidelidad a la tradición, la antigüedad de la tradición, la distancia y orografía del paisaje, así como en el trapío y hermanamiento de las reses y la destreza y conocimientos de los directores de campo, quienes desde la montura son responsables, ante la ley y la costumbre, de una adecuada conducción de la manada de bravos, con la insustituible y abnegada colaboración de los bueyes. Hasta mediados del siglo XX y casi el último tercio en algunas localidades, los caballistas acompañaban a las reses hasta el mismo ruedo o plaza en el que se consumaba el rito de encerrar. En la actualidad su faena cesa en el umbral en el que los astados realizan la transición entre el campo abierto, un espacio de libertad y posible fuga, hasta las calles, en las que las talanqueras ya simbolizan una barrera que encauza su galope hasta los corrales del coso.

Localidades como Cuéllar, por su historia documentada y su singular y no fácil recorrido en el tramo campero –lo que supone incluso el cruce por un túnel de la autovía de Pinares-, así como por la presencia de los astados que se encierran y el perfil visible desde los pagos cercanos de su castillo-palacio y sus iglesias mudéjares, Ciudad Rodrigo, en cuyo Carnaval del Toro se desarrollan encierros de gran potencia simbólica, a la que colabora la trama de calles medievales y el coso rectangular de arquitectura arbórea en el que se cierra el trayecto urbano, o Portillo, rito en el que la conducción de los astados es visible desde la loma en la que se yergue el castillo de los condes de Benavente, del siglo XIV, ejemplifican con gallardía y enorme vigencia social la realidad de un festejo taurino popular que concita en cada celebración la asistencia de miles de aficionados y cientos de caballistas. Medina del Campo, Olmedo, Tordesillas, Íscar, Fuenteguinaldo o Carbonero El Mayor, son, entre muchos otros, también ejemplo de ritos de buena y bella ejecución y de gran interés para el público cercano a los espectáculos taurinos populares.

Otros municipios, en los que las reses no ofrecen la edad y el trapío de los astados adultos, pero que ofrecen una belleza y singularidad especial en sus encierros son, entre otros, los de Soria capital, con la suelta tumultuaria de las reses desde Valonsadero hasta el coso capitalino, Pedraza de la Sierra y San Felices de los Gallegos. A la localidad medieval segoviana llegan los novillos desde los prados comunales de las afueras de la villa y tras un pronunciado repecho y franquear el arco de entrada a la población sus carreras por calles adoquinadas desembocan en una plaza de tipismo insuperable, con sus edificios soportalados y los chiqueros a los que se accede bajo el edificio del Ayuntamiento. En San Felices la tauromaquia popular goza de la sencillez y la autenticidad de un recorrido campero frondoso y angosto, y de una plaza cuyo ruedo lo dibujan carros y remolques y la propia iglesia parroquial.

Naturaleza, reses de lidia y caballistas son una fórmula perfecta y segura para atraer a miles de aficionados para contemplar un rito que sublima la relación del ser humano con su entorno ambiental, en la que la necesidad y el disfrute se unen para dar lugar a un espectáculo de belleza inigualable y emoción desbordante. Una reliquia campera y festiva que necesita de la administración y los aficionados abordar normas que garanticen la celebración respetuosa con su esencia, con el entorno y acorde con la seguridad propia de espectáculos de riesgo elevado e inherente a su propia naturaleza.

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