Hace días que el Tour atravesó el Rubicón, esa frontera en la que ya es imposible volver hacia atrás y que separa las ambiciones legítimas … del conformismo. Es habitual escuchar durante los primeros días, voces que aseguran que todavía queda mucha carrera para poder atacar, y suelen ser las mismas que con el paso de los días justifican que no haya ataques porque las fuerzas están muy justas. Unos por otros y la casa sin barrer. No es el caso de Jonas Vingegaard, desde luego. Anunció antes de comenzar en Lille que trataría de incomodar a Tadej Pogacar y lo hizo de todas las maneras imaginables, sobre todo cuando la carretera se ponía mirando hacia arriba. Solo o en compañía de otros, planeando emboscadas, lanzando a picar a sus avispas o poniendo al límite a su rival en los descensos.

Pero todo tiene un final. Hasta el jueves, el corredor danés, que cuelga entre sus galones las medallas de dos Tours, no se dio por vencido, como debe ser para el prestigio de un campeón. Anunció zafarrancho, colocó sus piezas y cuando le tocó dio la cara. Pero como cada día chocó contra la pared. Así que camino de La Plagne, sin verbalizarlo, dijo basta. Se rindió. No realizó ni un movimiento ofensivo, salvo el acelerón cosmético a 200 metros de la meta para terminar a dos segundos de Arensman, el insensato ciclista que en una decisión casi extravagante a catorce kilómetros de la llegada, asaltó la zona VIP. Se marchó en solitario hacia la meta –apenas medio minuto de ventaja máxima– y sacó partido de la rendición de Vingegaard y del hastío de Pogacar.

«Es una pregunta que me hago: ¿Por qué sigo aquí?». El líder se siente fuera de lugar, hasta enfadado a veces cuando siempre ha sido simpático y cercano, pero el Tour se le empieza a hacer inacabable. «Tres semanas son demasiado largas. Estamos contando los kilómetros que faltan para París», confiesa. «Intento disfrutar cada día, aunque sea muy duro. Tengo muchas ganas de que termine», recalcó. Pogacar ha ganado tres veces el Tour y el domingo, salvo catástrofe, conseguirá el cuarto. Parece empachado. Le falta apetito, aunque sigue comiendo porque sabe que debe hacerlo, casi por obligación, pero ya no se pega atracones como al principio. Ganó cuatro etapas, anunció que intentaría ganar más, pero no lo ha hecho.

A veces fue por circunstancias de carrera, otras tal vez no tanto, como en La Plagne, una jornada acortada por el temor del Tour a una manifestación de ganaderos que amenazaba con detener la carrera porque les están sacrificando las vacas por una epidemia. Prudhomme, el patrón, esgrimió una rocambolesca justificación: La enfermedad vacuna se transmite por los tábanos, que se podían meter por las ventanillas abiertas de los vehículos que siguen la carrera e infectar a otras vacas más allá del puerto de Saisies –el que no se ascendió– gracias al transporte gratuito facilitado por la carrera. Nadie se creyó la excusa, claro, aunque toda la caravana ciclista fingió hacerlo y aceptó el recorte.

Ataque y parada

Y ya desde el principio, la rendición de Vingegaard flotaba en el aire. Siempre a rueda de Pogacar, dejando hacer al UAE sin exigir a los suyos. En el comienzo de La Plagne, cuando todavía no estaba claro si seguir con el chubasquero o quitárselo, tiraba Wellens, el campeón belga, que le dio el relevo después a Narváez. Suele ser síntoma de un ataque de Pogacar, pero el campeón del mundo parecía aburrido, como en una tarde de lluvia en el sofá con el wifi estropeado, viendo películas de serie B en la tele.

No llegó ese ataque, pero sí la aceleración de Felix Gall y su equipo el Decathlon, interesados en la clasificación general, porque Primoz Roglic, escapado desde la ascensión al primer puerto con su pedalear elegante, había desconectado ya. Como si un lugar entre los diez primeros le diera igual después de tener cinco grandes en su palmarés. Así que por decantación, Pogacar se vio en cabeza tirando del grupo y a más de catorce kilómetros aceleró como hace siempre. Pero esta vez se detuvo como nunca, porque había descolgado a todos salvo a Vingegaard. Así que, de nuevo se juntaron los dos actores principales y el grupo de figurantes que jadeaban por el esfuerzo, pero ufanos por resistir a Pogacar, que volvió a acelerar para que se repitiera la escena.

Por allí también apareció Arensman, al que se le pasó por la cabeza la idea loca del día y atacó a su vez. «Nadie colaboró detrás para intentar alcanzar a Thymen, así que marqué mi propio ritmo», apuntó Pogacar, que llevó tras su rueda durante toda la ascensión a Lipowitz y Onley –se jugaban el jersey blanco de mejor joven y un puesto en el podio– y al rendido Vingegaard.

Así toda la subida, hasta que Onley se descolgó y le dejó en bandeja el tercer puesto a Lipowitz. Ganó Arensman, «todo el mundo sabe que Tadej y Jonas son los mejores corredores del mundo, pero aun así quería intentar superarlos. Lo conseguí y no me lo puedo creer. Es una locura», afirmó. Segundo fue Vingegaard después de su ataque por el qué dirán y tercero Pogacar, al que casi le derriba un guarda de seguridad que se cruzó en su camino tras pasar la línea. Así que quiere acabar ya, aunque todavía quedan dos días.