Hace pocos meses releí Las chicas (Anagrama, 2017) de Emma Cline, una novela que es preciosísima aunque esté basada en la secta de Charles Manson, o, en concreto, en las chicas de la secta de Charles Manson. La protagonista es Evie, una chica de catorce años que conoce a las chicas en un parque y se obsesiona con ellas y se acaba uniendo, aunque no del todo, a la secta. Ella no entiende que es una secta. Ella solo entiende la suciedad repelente y fascinante a la vez de sus amigas y una libertad que parece pegada a los vellos de sus brazos y sin embargo no. Pero lo importante es que lo parece. En realidad, Las chicas es una historia de crecimiento, fascinación por unas chicas un poco mayores a las que no se entiende del todo, amor sáfico que tampoco se entiende del todo y jediondo y limpieza. Y siento que está en mí clavada.

Y hace pocos meses, como decía, releí el libro, y ahora tengo ganas de releerlo otra vez. El otro día vi un reel en el que una chica le decía a otra en un avión que iba a ver Crepúsculo. Y la otra le respondía que cómo iba a ver Crepúsculo si no había pantalla. Y ella entonces recostaba la cabeza contra el asiento y cerraba los ojos y así veía Crepúsculo. Clavada en ella la peli y, por formar parte suya, reproducible sin tenerla delante. ¿Qué es la mirada? Si busco scholar.google.es mirada y filosofía, seguro que doy con un montón de explicaciones fascinantes y mucho más acertadas que la que me estoy planteando ahora, pero: la mirada, en parte, es eso. Historias y cosas clavadas, blabla.

Pero lo que me interesa hoy es otra cosa: mi abuelo trajo a casa de mi madre una tonga de libros míos que tenía en su casa, libros del tiempito que, durante la universidad, pasé viviendo en su casa. Por esa época leí Las chicas por primera vez. Y cierro (tranco: que no entre ni una miga de luz a interrumpirme) los ojos y veo Las chicas, el pelo negro enredado de Suzanne, pero tal vez no veo otros que sin embargo ahora al abrirlos me devuelven imágenes mías tan nítidas y orgánicas: yo clavada en ellos. Un montón de manchas del polvo de los cheetos rizos (mis cheetos preferidos de pequeña, de adolescente, de veinteañera y ahora, y ahora encima los están empezando a quitar de los supermercados) y de café con leche de soja (por ahí fue que me di cuenta de que me sentaba horrible la lactosa y no me acordaba, nunca me acuerdo de que las cosas empiezan y no simplemente son pum imán que cuaja pum tengo estos fotogramas de serie y no un cuerpo engurruñado que los recibió con la luz de una tele en la que aleatoriamente) y la textura de un momento de mi vida. En algunas cuestiones pensamos y pensamos. En otras dejamos de pensar. ¿Y qué sucede con ellas? ¿Qué nos son?

Como yo escribo, suelo plantearme mucho ese asunto de meterme la mano por la boca (metafóricamente) y a ver qué pesco de una etapa pasada para moldearlo un fisquito ñiii así así a ver si me revela alguna verdad de mí misma o de la existencia o de cualquier movida. Estoy bastante pendiente, en general, de las reconstrucciones que somos capaces de hacer de los tiempos que ya no están. No de las cosas que sucedieron. Sino de cómo se sentía ser una piel entre esas cosas. Y tal vez ni siquiera cómo se sentía ser una piel. Cómo se sentía ser un cerebro recibiendo todos esos colores y olores y la percepción general cayendo sobre: cómo se sentía mi infancia (algo parecido a una sandía), mi adolescencia (algo parecido a un chicle de melones), mis veinte (algo parecido a un caramelo de café), ahora (no lo sé porque eso se inventa: el rescate es imaginar para traducir algo que no está en el ir viviendo, pero sí está a la vez, es el ir viviendo mismo). Y me doy cuenta de que los detalles clavados en mí no son fiables: qué fácil reducir un instante a lo que más te llamó la atención de él. Es más importante buscar en qué nos quedamos clavadas: no lo tengo presente pero mírame, pf. Es más importante asumir que en vida se muere muchas veces (ya no soy la del caramelo ni lo que ella esperaba que yo fuera) y por lo tanto no estamos tanto en lo que pervive (Las chicas me sabe a lo que ahora me sabrían las cosas) sino en lo que murió con nosotras.

Se vive y se muere y se vive y se muere y si se encuentra lo muerto no se puede revivir pero sí se puede recordar mejor (y recordar mejor es una golosina, siempre).

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