Miguel Induráin dejó en 1995 un legado difícil de igualar: cinco Tours de Francia consecutivos y una imagen de serenidad y limpieza deportiva que sigue siendo referencia.

Un año después de su última victoria, el danés Bjarne Riis ocupó su lugar en lo más alto del podio de París. Sin embargo, aquella edición de 1996 ya nació envuelta en sospechas y, con el tiempo, se convirtió en un símbolo de la llamada «era EPO«.

Casi tres décadas después, Riis ha vuelto a remover las aguas del ciclismo con unas declaraciones tan explícitas como crudas.

Lance Armstrong

Durante un foro deportivo celebrado recientemente en Copenhague, el exciclista de 61 años afirmó: «Estaba completamente dopado. Yo sabía lo que hacía. No me arrepiento porque fue parte de ese tiempo y de un sistema que todos aceptamos en silencio».

Riis se coronó en el Tour de Francia de 1996, justo tras el último triunfo de Induráin, y lo hizo frente a una generación de rivales que también dejarían huella: Jan Ullrich, Richard Virenque o Marco Pantani.

Su victoria fue interpretada como el inicio de una nueva etapa, más explosiva en la montaña, pero también más ligada al dopaje.

El golpe más recordado llegó en la etapa de Hautacam, donde el danés lanzó un ataque feroz que descolgó a todos sus rivales.

Aquella subida, en la que ascendía mirando a cámara con aparente facilidad, quedó grabada como uno de los momentos más inquietantes del ciclismo moderno.

Con el tiempo, y las propias confesiones de Riis, se confirmaría lo que muchos sospechaban: la EPO había entrado de lleno en el pelotón.

Jonas Vingegaard y el equipo Jumbo-Visma del Tour de Francia

Confesiones sin filtros

No es la primera vez que Riis admite su dopaje. Ya en 2007 reconoció haber usado EPO durante buena parte de su carrera.

Reveló incluso en su autobiografía de 2010 que había gastado unos 134.000 euros en sustancias prohibidas: «La EPO estaba en mi nevera, entre los huevos y el queso», escribió entonces.

La novedad ahora no reside en la admisión, sino en el tono. Sin disculpas ni matices, Riis asume su papel en un sistema generalizado.

Bjarne Riis

Sus palabras reavivan un debate incómodo: hasta qué punto el ciclismo de los noventa estuvo controlado por las prácticas dopantes y si es posible juzgar de forma individual a quienes formaban parte de aquel contexto.

Tras colgar la bicicleta, Riis se convirtió en director del equipo CSC, donde trabajó con ciclistas como Ivan Basso o Carlos Sastre.

Según un informe de la Agencia Danesa Antidopaje en 2015, el exganador del Tour «al menos conocía» la existencia de dopaje en su equipo.

Un instante de la prueba amateur.

Además, el exciclista Tyler Hamilton llegó a afirmar en su libro The Secret Race que Riis había alentado a sus corredores a consumir productos prohibidos.

La confesión de Riis no alterará los libros de resultados, pero sí reabre viejas heridas. Su caso recuerda que, aunque el ciclismo ha avanzado en controles y transparencia, su pasado sigue proyectando sombras largas.

La sinceridad brutal de Riis deja una conclusión incómoda: el dopaje no fue la excepción, sino la norma de una generación entera. Y aunque los tiempos hayan cambiado, su eco sigue resonando en cada confesión.