Espero que estés bien. Te escribo desde el Pilón de Falces, en la Ribera de Navarra, a la orilla del camino por el que baja el encierro de las vacas, rabiosas y rápidas como la moto de un pizzero. Me he sentado a mandarte … esta postal sobre una piedra entre dos espinos, en el lado del monte. Al otro lado del camino, hay un vacío de cuatro metros y una poza con zarzas a la que de vez en cuando van, de cabeza, mozos y vacas. El ser humano es un animal extraordinario que puede encontrar placer en echarse, perseguido por ganado bravo, a tumba abierta por una cuesta enrevesada de piedras sueltas, escalones y mil cosas con las que tropezarse, herirse y partirse, en general, la madre. Los animales no hacen estas cosas: buscan el sustento, huyen, sobreviven. Nosotros, no, y lo pienso antes del encierro allí arriba de la cuesta donde la Fuente Los Pajaricos, en el silencio del monte seco, los amigos que carraspean y se desean suerte. Hasta allí llega el eco de una música lejana y el pueblo, allá abajo, parece tan tranquilo, como si se desperezara. Yo tengo el corazón a mil por hora. De pronto, el cohete, los compañeros que gritan «¡va, va!», y la manada en un tornado de pezuñas y de pitones. De verdad te digo que creo que la vida es esta de echarse con las vacas por la cuesta del Pilón, tan empinada que para parar, saltas para atrás, porque si saltas adelante, sales volando. Yo mismo he terminado poniendo las manos sobre un espino y Elena me ha tenido que sacar más de cincuenta púas de las palmas. Los falcesinos saben aterrizar con el trasero en un ejercicio que aprenden de pequeños. Cuando son ‘muetes’, les echan por la cuesta unos neumáticos como si fueran las vacas y los chavales aprenden a apretar la carrera y a apartarse, igual que los mayores. Pregunto si no tienen miedo a que se hagan daño y me dicen que bueno… Que «así se van haciendo». Después nos vamos a almorzar con los Pitutos, José Luis y los demás amigos. Han cantado la jota del cerco de Artajona, y había música de una charanga que bajaba camino de la plaza con un impulso fenomenal y me ha entrado un algo por dentro que dicen que es la adrenalina, pero como sostiene Fernando Ardura, yo no sé de adrenalina: yo sé de la alegría interior de un hombre. Después del encierro entra un hambre… Nos ponemos morados de tomate con ajo, bien de vino de la Ribera y huevos fritos con panceta. Treinta y cinco huevos, he frito esta mañana, uno detrás de otro, más huevos que el caballo de Espartero. En el balcón han puesto una sombrilla de helados Camy descolorida por el sol y los años y vemos las vacas pasar calle arriba y abajo con sus pitones vueltos como sacacorchos, los ojos nerviosos, brillantes como canicas, derrotando para trincar a los mozos. A veces, una hace hilo y entonces, el chaval está perdido, pues sale el animal como un misil guiado por calor, y lo manda volando por los aires. Algunas de esas vacas tienen un doctorado por la Universidad de Harvard, no te creas. Es un milagro que no pasen más cosas. Me acuerdo de uno de este pueblo que vivía en una cueva y un día se le cayó la cueva encima. Salió por entre las piedras, milagrosamente vivo y cuentan que iba por ahí jurando que no es que hubiera un Dios, «es que hay por lo menos cuatro o cinco». Te echo de menos. Volveré a casa, pero todavía no.
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